“Quemar el miedo” es el título del libro que publican estos días las integrantes del colectivo chileno Las Tesis, un manifiesto feminista sobre el arte y la protesta como forma de resistencia. Quemar el miedo, en este tiempo de virulencia de los grupos anti-derechos, declaraciones obscenas y asesinatos machistas, resulta una excelente consigna para exorcizar los demonios (y por qué no, los fantasmas y los males de ojo) Esos demonios que toman posesión, no solo de nuestras vidas precarizadas, nuestro trabajo comunitario o nuestras fuentes de información, sino que amenazan con descaro –como si esto fuera un juego de supervivencia, o ellos o nosotras– nuestras luchas feministas y nuestra coexistencia plural, diversa y pacífica.
Toca seguir trabajando por deshacer la cultura del silencio, del olvido y la subordinación machista y transmisógina ante quienes quieren criminalizar una fecha o apropiarse de un movimiento. Más allá de la necesidad de hacer de este 8M algo diferente, es un derecho reclamar el protagonismo de ese día para reinterpretar y reencantar el mundo, (como defiende Silvia Federicci) desde otras lógicas y razonamientos distintos a los que nos ha traído hasta aquí, con valores de cuidado diferentes a los del neoliberalismo androcéntrico que hipertrofia el yo y se apropia de la fragilidad humana para convertirla en una bomba de racimo.
Feminismo es también pensar más allá de la supervivencia física individual cortoplacista que impacta de manera diferenciada en la vida de las mujeres. Es pensar, dice Federicci, en “nuestra relación con la naturaleza, con las demás personas y con nuestros cuerpos, a fin de permitirnos no solo escapar de la fuerza gravitatoria del capitalismo, sino recuperar una sensación de integridad en nuestras vidas”. Una recuperación inaplazable en este tiempo de decadencia ética y mediática. Una recuperación que abraza la vida desde la defensa de los derechos sexuales y los derechos reproductivos de las mujeres y las disidencias sexuales, que reclama su autonomía económica al defender condiciones sociales, laborales y ambientales dignas para todas las mujeres, pero también para todos los hombres.
Algo que es mucho pedir para quienes necesitan del poder, la explotación y la violencia como herramientas de acumulación capitalista. Les da igual saber que sus prácticas, sus políticas, sus actuaciones precarizan y empobrecen la vida, muy especialmente de las mujeres y los grupos históricamente relegados, despreciados y violentados por cuestiones de corte clasista, sexista y racista. De eso también va la interseccionalidad, de asumir y no negar que las opresiones del colonialismo y el imperialismo del que somos parte quienes vivimos en el lado de los privilegios, causan víctimas y que nuestro negacionismo nos hace cómplices cuando no nos dejamos interpelar por las voces y las experiencias colectivas de las hermanas que denuncian que el sistema sexo-género no es el único sistema opresor del Estado violador.
Por eso el deseo de cambiarlo todo, como sostiene Verónica Gago. De enhebrar la potencia feminista con la memoria y reparación de las víctimas y supervivientes, con la defensa de lo público, con el trabajo comunitario y las redes vecinales, con la lucha por los espacios sociales y culturales de todas, con tener acceso a una vivienda de precio asequible, y por supuesto con las condiciones dignas de trabajo para quienes sostienen la vida como son las empleadas del hogar, las temporeras de la fresa o las trabajadoras sexuales. “Esto no es un espontaneísmo –dice Gago– se ha tejido y trabajado de modo paciente, enhebrando acontecimientos callejeros enormes y trabajos cotidianos también enormes. Tiene historias y genealogías que no se ajustan al calendario reciente de movilizaciones porque son las que subterráneamente han hecho posible esta apertura del tiempo, aquí y ahora”.
Este 8M es necesario, más que nunca, para redimensionar la situación de crisis global y señalar cómo impacta de forma diferencial en las vidas y los cuerpos de las mujeres y de las minorías. Aquí y ahora, año 2021, y ante quienes quieren aprovechar las medidas excepcionales de un estado de alarma para anudar las formas de disciplinamiento a las desobediencias, para criminalizar las manifestaciones que defienden la libertad de expresión, para apropiarse de victimarios que no son suyos, para bloquear los derechos humanos con pines y artimañas o para borrar los murales y rastros de la lucha de los feminismos en los barrios, las periferias y los espacios comunitarios. Porque como dice Judith Butler: “cuando luchamos por nuestros derechos no estamos sencillamente luchando por derechos sujetos a mi persona, sino que estamos luchando para ser concebidos como personas”.