Ábalos, fango y pudor
“Vengo solo en mi coche. No tengo secretaria. No tengo a nadie detrás, ni al lado. Me enfrento a todo el poder político: quién me lo iba a decir. De una parte y de otra, y lo tengo que hacer solo. Soy un mero peón que se inserta en una lucha política sin reglas que se fundamenta en la eliminación de cualquiera y de cualquier modo”. Como héroe byroniano, mártir o barón negro, Ábalos, otrora ministro de Transportes, tiene su aquel. Como víctima, no es creíble. A lo que hiede el fango de la trama a la que se ha visto relacionado Ábalos es a la vieja política, al bipartidismo que repartía capital entre amiguetes, comisiones, mordidas, porcentajes; al poco orgullo en aferrarse al escaño para conservar aforamientos o hacer del Estado herramienta para el enriquecimiento personal. De eso, y de más, surgía antes un grito: no nos representan.
Aunque no exista una responsabilidad o implicación penal directa, existe la responsabilidad política y también la culpa in vigilando: la de haber designado como persona de máxima confianza a alguien capaz de aprovechar los peores momentos de la pandemia para sacar tajada. Si los hechos habrían obligado a Ábalos a dimitir si fuera ministro, no tiene ningún sentido que el ser ahora diputado le confiera inmunidad. Y los electores no votaron la lista por la que salió escogido porque fuera la lista de Ábalos: por el propio funcionamiento del sistema electoral español, en el cual los escaños se distribuyen por las listas de los partidos, Ábalos le debe su escaño al PSPV y al PSOE, no a ninguna elección como diputado de distrito o de su circunscripción. El resto, en este y en otros casos, se trata de una forma impúdica de transfuguismo o juego sucio con la soberanía popular.
Lo que pasa es que hay algo seductor en las formas que tienen que ver con la gallardía, con la actitud chulesca, con la bravura, la falta de rendición de cuentas: son formas que en muchas ocasiones ha monopolizado la derecha. El otro día, en una comida, me enzarcé en una discusión sobre cuál tenía que ser la comunicación pública de los ministros; si habían de comportarse como twitteros dispensadores de zascas, a diestro y siniestro, azotes virtuales de los trolls, o si de su ejercicio se presupone una caracterización particular, la puesta en escena de quienes han de velar por los intereses de todos y no de las partes. Mi interlocutor me decía que, llegados a este punto, era irrelevante. Yo le insistía en lo contrario: las formas importan y es importante, en política, conservar cierta dosis ya no de ejemplaridad, sino de pudor. La firmeza no tiene por qué ir ligada a la desvergüenza ni el colmillo afilado a la arenga ponzoñosa. Quizá funcione, momentáneamente, pero lo que van dejando tras de sí estos comportamientos, estas actitudes, es el legado de una sociedad para la cual la política se vuelve una cosa asquerosa, sin paliativos, llena de interesados y de bufones. Es útil, de vez en cuando, aprovechar todas las armas a tu disposición, o convertirte en un meme; pero cuanto menos sea la política un meme chabacano, en realidad, mejor.
He leído, en las últimas horas, unas cuantas comparaciones ya entre José Luis Ábalos y Philippe Rickwaert, de la serie francesa Baron Noir. En la serie, Rickwaert es diputado del Partido Socialista y alcalde de Dunkerque; se ve implicado en una trama de corrupción que lo afecta a él, a sindicatos de su localidad y hasta al recién elegido presidente del Gobierno, y lo tapa, y se convierte en la bestia negra del Gobierno, en constante reivindicación de su origen plebeyo; luego lo sacrifican como peón, chivo expiatorio, y resurge de sus cenizas una y otra vez. Algo hay en el parecido físico con el actor Kad Merad, si acaso, al menos, en el temperamento, pero permítanme el siguiente consuelo: la vida real, por más que a veces supere a las ficciones, no es una serie. Y que la cacería de la derecha haya sido tantas veces injustificada (recordemos las causas contra Colau) no implica que, cuando existe una responsabilidad política evidente, la opción noble y justa sea atrincherarse uno en su escaño, como si sólo debiéramos actuar con el mismo grado de pulcritud que actúa el adversario. A veces, aunque el tablero esté inclinado contra nosotros, hay que ser más pulcros, más justos y más dignos; sin ser por ello, evidentemente, unos pánfilos. Lo contrario es ir acortando un poquito más, a cada rato, la vara de medir, hasta que algún día la gente se harte de no verla y nos mande a la basura, al fango en el que tanto nos hemos divertido retozando.
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