El abandono de la sanidad pública
La semana pasada Pol Pareja y Victòria Oliveras publicaban en estas páginas una interesante pieza sobre la fragilidad de nuestro sistema sanitario público. Como en otros campos, la pandemia ha acentuado los efectos de sus déficits estructurales. En el artículo citaban, entre otros, los problemas de detección de enfermedades graves y el seguimiento/tratamiento de las crónicas durante la pandemia. Así pues, sacaban a relucir impactantes datos de reducción de pruebas diagnósticas, alargamiento de las listas de espera en visitas a especialistas e intervenciones, así como el olvido de las enfermedades mentales. Todas las personas que utilizan la sanidad pública saben que tanto la atención médica primaria como la especializada funcionan a medio gas desde que empezó la crisis de la COVID-19. Los y las expertas desde hace tiempo alertan que este impacto en el sistema conllevará efectos a medio plazo: aumento de la mortalidad, alargamiento de las bajas laborales, deterioro de la calidad de vida, etc.
Vayamos un poco atrás en el tiempo. El sistema sanitario español se edifica sobre la Ley General de Sanidad (1986) impulsada por el socialista Ernest Lluch. Y lo hace sobre dos premisas. En primer lugar, se establece la atención sanitaria como un derecho universal para todas las personas que viven en el país, financiado por los Presupuestos Generales del Estado (no por las contribuciones a la Seguridad Social). El estado de bienestar naciente en los 80 destina importantes esfuerzos en la articulación de un sistema sanitario de calidad e inclusivo. En segundo lugar, se opta prioritariamente por una red de provisión pública directa. Este modelo estaría también en la base de la reforma de la atención primaria. Ahora bien, por presión de ciertas CCAA y grupos de interés, esta cuestión se va diluyendo a partir de 1991 con el “informe abril” estableciéndose modelos sanitarios autonómicos con peso importante de la concertación.
Actualmente, el sistema sanitario español, que había llegado a ser considerado como un modelo de éxito, es un gigante con pies de fango. Después de años de recortes de gasto, inversión y personal, así como también de debilitamiento estructural a través de externalizaciones y privatizaciones, varios indicadores muestran su vulnerabilidad. Si bien no era un sistema sobrado de recursos, las políticas de austeridad que acompañaron la anterior crisis supusieron un enorme golpe. Y la pandemia ha dejado al sistema noqueado. En algunas autonomías aún no se han recuperado los niveles de gasto (en números absolutos) de hace una década. Todo esto genera dos efectos. Uno de evidente: menos calidad en la atención médica para la ciudadanía y peores condiciones de trabajo para el personal sanitario. Un segundo efecto, menos visible pero no menos importante: la salida de una parte de las clases medias a mercados privados.
Existe amplio consenso en la literatura académica sobre bienestar y políticas sociales de que la calidad de los servicios públicos depende en gran medida del compromiso de las clases medias hacia el sistema. Eso es, se vincula a que gran parte de la ciudadanía los utilice y los sienta suyos. Cuando unos sectores, los más pudiente, los abandonan, puede esperarse un deterioro. Y no tanto porque se afecte de manera directa al sistema de financiación (las personas que tienen seguro privado deben continuar pagando sus impuestos), sino por los incentivos que se generan a la hora de apostar por el sistema público, o por las prioridades que se instauran de ciertos servicios frente a otros (por ejemplo, aquellos que tienen seguros privados tienden a no hacer uso de la atención primaria, ni pruebas diagnósticas, ni intervenciones menores del sistema público, pero sí lo hacen de la medicina hospitalaria para enfermedades graves -la más cara, por cierto-).
Hace unos días Judith Vall, economista y profesora de la UB, exponía en Els Matins de TV3 que más de la mitad de parlamentarios de las cámaras autonómicas tienen seguro médico privado. Este hecho puede suponer que tengan una menor experiencia con el sistema público e intereses menos directos para mejorarlo. Si de verdad queremos seguir apostando por la centralidad de un sistema público de sanidad de cobertura universal y con calidad debemos revertir cuanto antes un posible punto de no retorno: un abandono, en todos los sentidos, de los servicios públicos. Se necesitan, de manera inmediata, más recursos para sufragar los déficits acumulados, mejores condiciones de trabajo para retener talento, una apuesta prioritaria por la gestión directa y recuperar el peso de la atención primaria. Las comunidades autónomas, con competencias transferidas en sanidad, tienen un reto importante por delante. El gobierno del Estado también puede ayudar a incidir.
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