Una aberración cuqui
La inhumanidad es perenne
La espera de la constitución del Congreso y con la cuestión política fluyendo bajo tierra –o sobre el aire, que citas aeroportuarias ha habido–, el suceso criminal protagonizado por un español en Tailandia se ha encaramado al top ten del verano mediático. Programas de actualidad, programas especiales, programas informativos, programas de escándalo, periódicos serios, no hay quien no pique en medio de la canícula. La cuestión es cómo se pica y cómo hemos evolucionado de un amarillismo explícito y repugnante a una especie de barbización del horror que ahora se ha convertido en algo limpio, para todos los públicos y que convierte al autor de semejante aberración en centro de una atención que obvia el horror.
El descuartizamiento de un ser humano es con seguridad uno de los actos más brutales, horribles y espeluznantes a los que hacer frente. Los propios forenses y los policías así lo afirman. No es que sea una cuestión común, apenas en un 0,29% de los casos los asesinos se entregan a esta técnica sádica, pero, cuando se produce, los profesionales deben enfrentarse a cuadros difícilmente imaginables por una persona normal. Piensen que descuartizar a un ser humano supone seccionar en primer lugar las partes blandas –con cuchillos, bisturís o filos cortantes– para proceder después a cortar los tendones y los huesos a través de las articulaciones. Además del conocimiento anatómico necesario, esa segunda fase precisa de una fuerza enorme para lograr –con sierras, cuchillas dentadas– partir un hueso. Mientras, piénsenlo, el cadáver está arrojando sangre, a veces a chorro, y al abrirse la cavidad abdominal un espantoso hedor se expande sobre el infame que ha emprendido el desmembramiento. En el caso del hijo del actor se produjo incluso el corte de los intestinos y del miembro viril, que apareció en bolsa aparte. Es sólo un esbozo.
Creo firmemente que gran parte de la población ha perdido su capacidad de representación en imágenes de las palabras que oye. O puede que hayan perdido todo tipo de sensibilidad sometidos día sí y día también a productos audiovisuales, pornográficos o literarios cada vez más violentos. Tal vez se hayan dejado a jirones el sentido de la realidad y, a estas alturas, ya no sepan si las series basadas en hechos son reales o si los sucesos reales son una forma de ficción. Algo pasa cuando el premio literario mejor dotado del país se incrementa expresamente para premiar a tres guionistas que escriben bajo seudónimo con nombre de mujer y, una crónica tras otras, te explica que lo más hipnotizante de sus libros era pensar que una mujer hubiera podido concebir y escribir la violencia extrema y aberrante recogida en esas obras. El frenesí por la novela negra coincide también con el triunfo de aquellas historias más truculentas en las que el autor ha jugado con todos los límites del sadismo, ¿matar a una mujer, sacar un feto y crucificarlo?, cosas peores incluso. Sigo escribiendo novela –en septiembre publicaré la cuarta– pero abandoné la negritud por muchos motivos, uno de los cuales es que no puedo competir en ese campo. Mi imaginación es tan vívida que no lo soportaría. Dentro de mí no hay materia suficiente para extraer torturas sin fin. Me alegro. Escribir es una tarea que ocupa cientos de horas, prefiero dedicarlas a temas luminosos. La cara oscura del hombre no es la que más me apasiona.
“La inhumanidad del hombre por el hombre ha sido inspirada por el amor a la crueldad como crueldad, a su horrible y fascinante naturaleza”, dejó escrito Aldous Huxley. Repasemos esa malsana fascinación en privado y como sociedad. Preguntémonos por qué en ese estival chorro de información sobre un acto repugnante, la víctima ha pasado a ser casi un objeto al servicio de la apasionante historia del niño de papá actor, del nieto del abuelo actor, del chef guapo y vividor, sin que una pizca de empatía lo convierta en un ser humano al que se arrebató la vida y luego se profanó para sumirlo en la mayor indignidad. Ese es uno de los móviles de los descuartizadores, una especie de tortura post mortem para dar suelta a su rabia, además del pretendido de esconder el cadáver o de impedir el reconocimiento de la víctima. Premeditar un desmembramiento exige una psique perversa.
Edwin Arrieta era un ser humano vivo y acabó siendo un cadáver profanado y distribuido en cachitos por una isla extranjera. Arrieta tiene familia. El cirujano colombiano ha desaparecido de las crónicas. Su memoria ha sido seccionada, como su cuerpo, y metida en compartimientos estancos para ofrecerla al público: el amante homosexual, el rico, el inversor... cuando sólo es la víctima de un hecho horripilante e inhumano, más allá del móvil que llevó a cometerlo. El móvil explica, nunca justifica, por más que el relato del asesino confeso ofrezca datos que se presentan casi como justificativos de sus actos. No hay justificación ni comprensión posibles más allá de la constatación de la horrible mancha que acompaña a la naturaleza humana. Y el descuartizador también tiene familia que merece mucho más que la utilización de sus nombres y sus actividades profesionales para salsear el caso porque ellos también son víctimas y sus vidas también han sido destrozadas sin que mediara ninguna intervención por su parte.
Todo banalizado. La fiscalía tailandesa pide para el español la pena de muerte. Todo se llena de expertos hablando sobre su conmutación posible por el rey, sobre cómo traerlo a cumplir a España. ¿Alguien que subraye el terrible castigo que convierte a los estados en instrumentos legales para arrebatar vidas humanas? ¿Pensamos en la circunstancia de que la voluntad de un solo individuo, llegado al cargo por vía familiar, sea la diferencia entre la vida y la muerte? Dentro de poco terminaremos el master en derecho penal tailandés sin haber comparado los principios de un Estado de Derecho con los de una monarquía que se reclama parlamentaria pero que conserva el poder de la vida y la muerte en la persona del rey. Nada sobre el peligro de delinquir –también traficando con droga– en un sistema con algunas de las peores cárceles del mundo en las que los derechos humanos no valen casi nada.
Si siguen el culebrón del verano, llegarán a pensar que estamos hablando de arrancarle brazos y cabeza a una Barbie chula, algo que tantas niñas han hecho alguna vez, porque ya no hay vísceras, ni hedor, ni horror sino un crimen cuqui con el que llenar de cotilleo las largas horas de ocio.
Esa sociedad somos. El rosismo elevado a categoría. Al menos el amarillismo tradicional reflejaba el horror real que ahora cambiamos por un horror cuqui.
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