El abismo del trabajo y 'El desierto blanco'

0

Para no reducir constantemente lo político a la política, es decir, con tal de no agotar antes de tiempo nuestra capacidad imaginativa, conviene acompasar el análisis político —que se parece a ratos a algo que nos atraviesa, que se nos lleva por delante, que pasa rápido, o lento, o repetitivo— con otros mundos, incluidos los de las ficciones. Recordará quien lea esta columna que la jornada de este martes estuvo marcada por la muy debatida reforma del subsidio del desempleo. La victoria, en ese frente, fue de Trabajo, Yolanda Díaz y Sumar, obligando a Nadia Calviño, ya de retirada por su paso al BEI, a ceder en sus pretensiones de ajuste y recortes, ampliando la cobertura sin supeditar la cuantía del subsidio, como pretendía Calviño y en la lógica de la reforma de Aznar de 2002, a la aceptación de un trabajo.

Tienen su interés —mucho— las columnas que partirían de ahí para explicar, de forma más bien pedagógica, los beneficios de una medida así; tienen su interés las intrahistorias de las negociaciones, capaces de explicar las noches en vela y los pulsos difíciles. Pero ninguno de esos estilos es mi especialidad, y el primero lo dejo para economistas, y el segundo para periodistas de otra índole. En medio de este pulso yo acababa de leer 'El desierto blanco', Premio Herralde de Novela y obra de Luis López Carrasco, director de cine conocido por la excelente 'El año del descubrimiento'.

'El desierto blanco' evoca sin llegar a nombrarlo del todo un futuro de escasez —la novela se cuenta retrospectivamente desde un ficticio 2035— y busca en nuestro presente los síntomas y miedos que proyectar a ese futuro. No es exactamente una novela sobre el trabajo o sobre su fin, aunque sea hiperconsciente de sus ritmos, de sus explotaciones o de sus mercados: si tuviera que unir los cinco textos que la componen, diría, sobre todo, que trata el trabajo a través de su reverso, el juego o lo lúdico. Empieza con una dinámica de grupo en una entrevista de recursos humanos para lograr un trabajo temporal en unos grandes almacenes y acaba con lo vendido en esos mismos lugares convertido en un grandísimo cementerio de discos ópticos, o con una investigadora presentando una comunicación en un congreso universitario nada más haber vivido el naufragio de un avión en una isla desierta.

Quizás el momento más duro relacionado con el mercado laboral es cuando un personaje, Aitana, pierde un proceso de selección –amañado– para un contrato basura en una radio: “¿Hasta dónde llegan las redes de esta gente, Carlos? ¡Hasta un contrato basura llegan! […] Así está la radio, hecha una mierda, así están los programas, que son un asco, así están los sindicatos, muertos. Un ejército de enchufados. ¿Quién se va a mover si están todos ahí por un favor? No me extraña que este país sea una mierda, de verdad que no me extraña, no me extraña que no levantemos la cabeza, no me extraña que nos gobiernen unos putos caciques. Es normal, nos lo merecemos, por cutres, por cobardes. […] ¡Que se hunda este país y se hundan todos! ¿Me oyes? ¡Que se hunda, que se hunda, que se hunda!” 

Esas declaraciones, en la novela, están fechadas a principios de la primera década de los 2000. Hay algo en el “¡Que se hundan todos” que entronca con el “No nos representan”, con el “¡Que se vayan todos!” argentino, pero también con su decepción inevitable: las ilusiones truncadas de la clase media aspiracional que creyó que su vida iba a ser otra cosa y cuya frustración hoy es reconvertida en otras direcciones.

La política, en el fondo, tiene que encargarse de dos cosas muy distintas. Tiene que ocuparse de hacer vivible el presente y de proteger a quienes lo sufren y padecen, y para eso sirve defender cuestiones como el subsidio por desempleo; tiene, por otro lado, que intuir y ocuparse del futuro, y por esa vía circula la justicia climática —más ante unas declaraciones en la COP28 que anticipan una velocidad de avances directamente incompatible con la vida— o la reducción de la jornada laboral. La política tiene que saber, y servirse así de lo que ofrecen las ficciones, que el mientras tanto, por valioso que sea, no exime de la responsabilidad del porvenir. Lo que más me ha seducido del libro de López Carrasco, e incitado a esta escritura comparada entre lo que inspira la actualidad más urgente contra lo brumoso de la imaginación literaria, es la atmósfera de la novela, su distancia, la resignación y escándalo. Es una atmósfera que me recuerda a la mejor definición de una cierta actitud o mirada política que he leído últimamente, rescatada por María Gainza del Gatopardo de Lampedusa: unos ojos “[que] miraban sin rencor, pero con una expresión de doloroso asombro, un reproche dirigido contra el orden mismo de las cosas”.