Una vez recogidos los animales y cerrada la puerta de casa, el padre se sentaba a liarse un cigarrillo junto a la chimenea, la madre cosía con la tenue luz de las brasas dejándose la vista en no perder el hijo y el hijo pequeño sacaba de la cómoda el libro que les había correspondido, se sentaba junto al fuego y comenzaba a leerles una historia a sus padres. La imagen resulta inusual, pero fue muy real en miles de pueblos españoles en los que los cambios de la Segunda República, su esfuerzo en alfabetizar el país construyó ese momento histórico en el que los hijos de jornaleros analfabetos pudieron recibir instrucción pública y, una vez que sabían leer, acceder a alguno de los 600.000 libros que las misiones pedagógicas distribuyeron por más de 5.000 pueblos, donde apenas unos pocos señoritos eran propietarios de libros que no fueran la biblia.
La imagen de esos hijos contándoles cuentos a sus padres forma parte de la historia de uno de los proyectos pedagógicos más hermosos que se han desarrollado en la historia de la humanidad. Explica milimétricamente, además, lo que fueron los proyectos de transformación social de la Segunda República y todo el esfuerzo educativo que llevó a cabo para luego caer en ese agujero de la historia al que el fascismo arrastró a este país que estuvo durante casi veinte años de la dictadura sin construir un solo centro de enseñanza.
Cultura para escapar del hambre, para adquirir ciudadanía, para conocer los derechos, para igualarse con los que pontificaban desde los púlpitos y los cortijos de los latifundios. Había tardado en llegar el siglo de las luces, pero cuando el trabajo de la Institución Libre de Enseñanza se convirtió en guía de la política educativa, España inició un periodo de profunda transformación social, construida desde las urnas y el deseo de abandonar el atraso secular con el que los grandes estamentos españoles habían condenado a la ciudadanía.
De pronto el Estado, ese instrumento que regulaba de forma amañada los grandes intereses, extendió su radio de acción, se volvió inclusivo, señaló como ciudadanas a millones de personas que hasta entonces eran insignificantes para las autoridades.
La Segunda República nació de forma pacífica, desde las urnas, pasando por los ayuntamientos y por el convencimiento mayoritario de que la monarquía era el principal impedimento para modernizar la sociedad. Mujeres llamadas a votar, cientos de miles de personas analfabetas que dejaban de serlo, remodelación de un Estado que hasta entonces estaba al servicio de la iglesia católica y de los latifundistas; redacción de la primera Constitución en el mundo que admitió como propio el derecho humanitario elaborado por la sociedad internacional hasta la época.
Fue un momento hermoso sobre el que la dictadura echó toneladas y toneladas de difamaciones, de falsificaciones, de generalizaciones, repitiendo y repitiendo el relato de la violencia, los conflictos sociales, los brotes revolucionarios, para justificar la necesidad del fascismo, de filonazismo, de una mano dura que pusiera orden.
Escondieron y sepultaron a los hombres y mujeres que llegaban a los pueblos más recónditos con bibliotecas portátiles, con gramófonos, llevando la cultura a toda la ciudadanía como un derecho, sacando el poder de la enseñanza de las sacristías, de los casinos de los propietarios, de las instituciones constituidas por y para privilegiados.
Contaba un octogenario Agustín Aragón, en el año 2002, al pie de una fosa común en la localidad burgalesa de Caleruega que en los años de la república él era pastor y había sido alcalde de su pueblo, Espinosa de Cervera. Lo explicaba entre bocanada y bocanada del oxígeno de la bombona. “Eso fue la República, que un pastor como yo podía ser alcalde”.
Los años de la Segunda República concentraron el deseo de generaciones y generaciones de desposeídos, de iletrados, de descalzos, de olvidados, de personas cuya existencia estaba destinada a servir a señoritos, a trabajar para señoritos, a dejar su destino en manos de señoritos.
La metáfora más hermosa para explicar el significado de lo que fue la Segunda República está escondida en los pliegues de La lengua de las mariposas, la película de José Luis Cuerda basada en el relato del escritor gallego Manuel Rivas. En ella hay una escena en la que el maestro republicano, cumpliendo el rito de la Institución Libre de Enseñanza de mantener el contacto del alumnado con la naturaleza, sale a pasear con ellos a observar las plantas, las aves, los insectos.
Hay un momento en que una mariposa se posa sobre una flor y entonces uno de los alumnos pregunta cómo consigue mariposa introducir su lengua en la flor para libar el néctar. Y el maestro para que lo entiendan todos, les pone un ejemplo extraído de la propia vida de los niños. Le explica que cuando está en casa y quiere tomar azúcar a escondidas, una vez que se asegura de que no hay nadie en la cocina, acerca una silla a la pared de la estantería se sube a ella en busca del bote del azúcar, lo coge, le quita la tapa y cuando ya lo tiene al alcance de la mano se chupa la punta de un dedo y pone el dedo sobre el azúcar. En ese momento, le explica el maestro, cuando el dedo está en contacto con el azúcar el niño ya está sintiendo el dulzor que tardará unos segundos en estallarle en la boca. La Segunda República fue para millones de personas, después de decenas y decenas de generaciones, su primera oportunidad para poner un dedo sobre el azúcar de la historia.
Los miles de libros que las personas que formaban parte de las Misiones Pedagógicas repartieron a lo largo y ancho del país, eran el manual de instrucciones de una sociedad que llevaba siglos siendo esperada. El valor ético de los hombres y mujeres que llevaron a cabo ese esfuerzo es un patrimonio sin el que será posible reconstruir el civismo ético y el compromiso necesario para volver a poner el bote de azúcar de la historia al alcance de las manos de quienes necesitan de la decencia democrática para dejar de sufrir.