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Abuela, ¿qué es un barrio?

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Recuerdo con nitidez la primera vez que vi un hombre de piel negra en Madrid. Fue en la Plaza de España y yo debía de tener unos diez años. Lo miré con más curiosidad que otra cosa, pues hasta entonces sólo había visto extranjeros en las películas. Madrid era un lugar de llegada de gentes de toda España, pero aún nos pesaba como la lápida de un féretro la losa de siglos de aislamiento. Azorín calificó a Madrid de “poblachón manchego” a finales el siglo XIX, según contaba Francisco Umbral. Pero en 2007 el autor de Mortal y rosa ya recogió en uno de sus artículos cómo la piel de la gran ciudad estaba mudando y se hacía más ostentosa: “La capital política y nacional exhibe el dinero estilizado en figura de moneda”. 

Hoy Madrid es una ciudad que atrae visitantes con dinero, inversores con dinero, migrantes con dinero… Todo con dinero. En los últimos meses las visitas a la capital han aumentado un 20% respecto al año pasado. A su vez los visitantes gastan más que en años anteriores y más que en otras ciudades, por ejemplo, Barcelona. Los hoteles de lujo y superlujo pueblan la Gran Vía. No tardando mucho se abrirán otros dos: en el edificio icónico de Seguros Zurich y en la antigua sede de la secretaría general del Movimiento. 

El Madrid de hoy es fascinante y su oferta cultural o gastronómica compite con la de Londres, París o Nueva York. Supongo que será por eso por lo que The Economist la ha calificado como la “ciudad de moda”. Al mismo tiempo, reconozco que hace meses, si no años, que no paseo por la Plaza Mayor, e intento evitar la Gran Vía siempre que puedo, pues más que caminar siento que estoy en una manifestación (y me gustan las manifestaciones, salvo si desconozco el motivo por el que me he juntado con toda esa gente).

Madrid es mi ciudad, la de mis padres, la de mis abuelos. Siempre ha sido una cosa rara ser gata en Madrid. Ahora comienza a ser radicalmente exótico. Cuando me imagino con curiosidad y expectación cómo será mi ciudad dentro de quince años, veo su turistificación, aunque confío en que la experiencia de otras ciudades que han sucumbido al turismo, nos ahorre algunos errores. 

No puedo evitar imaginar a mi nieto preguntándome: “Abuela, ¿qué es un barrio?” Le contestaré que es un lugar donde puedes disfrutar de vida privada -pues el anonimato es una de las ventajas de las grandes ciudades- y al  mismo tiempo un espacio público compartido: una plaza en la que coincides con algunas personas esperando el autobús; un parque en el que ves a gente que pasea a los perros como tú, y a la que rebautizas como “el dueño de Jaleo”. Esas caras familiares te recuerdan que perteneces a ese lugar, mientras quieras y sin muchas más obligaciones que ser amable y saludar cuando te cruzas por la acera. Son esas relaciones que no llamas amigos ni conocidos, sino vecinos. Son relaciones de familiaridad, gente que forma parte de tu paisaje sin que sepas mucho de sus vidas. 

Un barrio, le diré a esa nieta, es un espacio en el que existen las tiendas que necesita la gente para vivir: la frutería, la panadería, la ferretería. También hay bibliotecas, centros de salud, supermercados, colegios. Es un lugar donde no se venden souvenirs, porque nadie necesita recordar el lugar que habita. En mi barrio también hay árboles (aunque pido a diario el milagro de que el alcalde no los tale: él no lleva la motosierra en la mano, sino en el corazón).  

Toda esa gente que no es amiga ni conocida, sino vecina, también puede ser un día alguien que te ayude. Ponme un ejemplo, me dirá mi nieto. Le explicaré como “la dueña de Norte” me pidió el teléfono de un abogado laboralista porque tenía un problema en el trabajo. También le contaré que cuando cae una Filomena, el sinónimo con el que denominamos en Madrid a las nevadas de medio metro, en el barrio la gente llamaba a la puerta de la vecina por si necesitaba pan, y algún otro vecino abrió con una pala un camino desde el portal a la acera para que las personas mayores no resbalaran en el hielo. 

Un barrio, le diré para resumir, es un lugar en el que las raíces de los árboles profundizan y las de las personas también. Es allí donde tienes lo necesario para vivir, incluida la libertad, pero no estás de paso.