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La historia no oficial

Santos ya tiene un lugar al que podemos llevarle flores.

Permítanme que comparta con ustedes algo personal. Ocurrió el pasado sábado, 12 de octubre, Día de las Fuerzas Armadas. Mientras el presidente del Gobierno y los príncipes de Asturias asistían al desfile del ejército, mientras se realizaban los preparativos para beatificar a 500 curas ‘mártires’ de la persecución religiosa en la Guerra Civil, un grupo de personas nos reunimos en el cementerio de León para celebrar la inauguración de un monumento a más de 1.500 víctimas del franquismo. Entre ellas, mi bisabuelo, “el abuelo Santos”.

Santos Francisco Díaz, herrador de Mansilla de las Mulas, padre de 7 hijos, fue fusilado y enterrado en una fosa común en octubre de 1936. Es uno de los más de 100.000 desaparecidos por el franquismo. Nunca tuvimos una tumba donde llorarle, nunca un lugar en el que colocar unas flores. A pesar de que la historia oficial, mutilada y falseada, presenta lo ocurrido en 1936 con insultante equidistancia, lo cierto es que en este país se produjo una persecución sistemática contra todos aquellos que pensaban de forma diferente a los golpistas.

Mi tío abuelo Chencho era aún un adolescente pero recuerda bien cómo tan solo días después del asesinato de su padre Santos, el cura del pueblo llamó desde su púlpito a la “guerra sin cuartel contra los rojos”. Allí, como en tantas otras localidades españolas, la Iglesia apoyó y participó en el golpe de Estado y amparó el fascismo que vino después.

Mi familia recuerda cómo aún en los años cincuenta los fascistas del pueblo lamentaban a voces, al paso de algunos jóvenes, no haber acabado también con los hijos de los rojos. Fueron años de terror y humillaciones en los que nadie pudo reivindicar ni el cuerpo ni la memoria de sus desaparecidos.

Entre esta y otras historias transcurrió también mi infancia y la de muchos otros nietos y bisnietos de este país. Santos no existe en la historia oficial de España, y por tanto el relato de mi abuelo tampoco, ni el de mi madre, ni el mío. Pertenecemos, como tantos más, a una historia subterránea, oculta, presente en algunos libros y artículos pero ausente de las escuelas e instituciones porque la Transición optó por enterrar –otra vez– a las víctimas, en nombre de la democracia.

El fascismo que dominó España es el mismo que se apoderó de Europa en los años cuarenta, pero aquí las autoridades muestran su repulsa hacia el segundo mientras se niegan a condenar el primero, perpetuando impunidad para eventuales desmanes.

Prueba de ello es lo que ocurrió este pasado fin de semana. En un acto claramente político, la Iglesia beatificó a más de 500 religiosos caídos en la Guerra Civil, ignorando a las víctimas republicanas y a los curas represaliados por el fascismo. Al acto, celebrado en Tarragona, acudieron los ministros de Justicia e Interior, el presidente de la Generalitat, el presidente del Congreso, más de 80 alcaldes, 104 obispos, más de 1.300 sacerdotes. El propio Papa intervino con un mensaje en la ceremonia, que fue retransmitida en directo por La 2.

Y así, una vez más, la Iglesia, que formó parte del golpe de Estado de 1936, que elaboró listas negras y fue cómplice de verdugos, condena al olvido a los represaliados por el franquismo, a los que ni siquiera ha pedido perdón.

Horas antes de la ceremonia de beatificación varios centenares de personas asistíamos en León a esa inauguración del monumento en memoria de más de 1.500 fusilados del franquismo. Setenta y siete años después del asesinato y desaparición de mi bisabuelo, por fin un acto público iba a honrar su memoria, en alto, sin miedo, sin susurros. Decenas de mujeres y hombres, ya ancianos, presenciaron de este modo el primer homenaje a sus seres queridos asesinados o desaparecidos. Hubo emoción y dignidad. Sin embargo, ninguna autoridad se dignó a asistir a este acto, a pesar de tratarse de uno de los mayores monumentos a las víctimas del franquismo.

Los desaparecidos y asesinados por el fascismo no existen para el Estado español ni para la Iglesia. La impunidad sigue así presente en forma de olvido y de desprecio por el conocimiento del pasado. El pasado, que prologa el futuro. La desmemoria nos desarma ante momentos como el actual, en el que de nuevo resuenan pequeños ecos de fascismo en Francia, en Grecia, aquí mismo, con discursos homófobos, con políticas xenófobas y criminalizadoras contra los más desfavorecidos.

El desprecio por la Historia nos sitúa desnudos ante la eventualidad de un porvenir revuelto y oscuro. El fascismo es como un puzzle de enormes dimensiones: fácilmente identificable si se observa desde lejos pero difuso en las distancias cortas. Más aún en un país como este, en el que los fascistas pasaron a ser ‘demócratas’ de la noche a la mañana, sin tener que enfrentar ninguna pena por sus crímenes pasados, y en el que todos los gobiernos –todos– han apartado al Estado de la recuperación de la memoria, de la verdad, justicia y reparación.

A las familias de las víctimas del fascismo se les reprocha que no quieran dar carpetazo a la memoria. Por eso resulta cuando menos llamativo que sí se aplauda la reivindicación de otra memoria, la oficial, la sesgada, la que entierra parte de la Historia, la que invisibiliza a las cientos de miles de víctimas del fascismo.

El ejemplo aquí mencionado es prueba de ello: un homenaje al que asistieron cientos de autoridades políticas y eclesiásticas, retransmitido en directo por uno de los canales de la televisión pública –¿cuándo se retransmitirá un homenaje a los asesinados por el fascismo español?–, frente a otro homenaje, precario, extraoficial, que de hecho depende de un crowdfunding para poder terminar el inacabado monumento a las víctimas, porque el Ayuntamiento de León ha decidido recortar el presupuesto previsto.

Quienes creen que hablar del franquismo es reabrir heridas olvidan que el pasado construye parte de nuestro presente y contiene valiosos aprendizajes. Así lo subrayó el pasado sábado el poeta Antonio Gamoneda durante el homenaje en León a las víctimas del franquismo: “Que la memoria histórica se proyecte sobre el futuro de nuestros hijos de forma eficaz y necesaria, para ir construyendo una democracia real y no esta democracia falsificada”.

Como ha escrito el historiador Julián Casanovas, el franquismo dejó un déficit de cultura cívica en nuestra sociedad. Visto lo visto, éste perdura hasta hoy. En nuestro país la memoria sigue siendo selectiva.