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Los académicos que huelen a pescado podrido

Todo este proceso interminable de negociaciones del país sin Gobierno puede ser interpretado como una pelea entre la vieja y la nueva política. Sería un gran error. Todo se reduce a tener los escaños para ganar la votación de investidura, un juego de apariencias, confianza e infidelidades que conocen muy bien los países que tienen gobiernos de coalición desde hace años o décadas.

Sí hay una brecha muy pronunciada –en parte, generacional, en parte, de mentalidad– entre los que no se enteran de lo que está pasando y los que creen que merece la pena buscar algo nuevo. Esa división se produce a muchos niveles y a veces en lugares bastante sorprendentes, incluso dentro del Partido Popular, como se ha visto esta semana cuando Rajoy o Sáenz de Santamaría, o ambos, han empezado a rajar contra los jóvenes vicesecretarios generales del partido por ser muy duros al denunciar la corrupción.

La Familia protege a los suyos, también cuando son descubiertos con las manos en el cadáver, al menos mientras se pueda alegar que ellos sólo pasaban por allí. Cuando las pruebas ya son ineludibles, toca salir con “yo no sabía nada” o “yo no estoy en los detalles”, y a los dos días sostener que eso ya es historia. Los dirigentes más jóvenes del PP intuyen que esa actitud les seguirá enterrando. A los de arriba les da igual, porque saben que esta es su última oportunidad.

Esa brecha va más allá de la política y alcanza otros ámbitos, como los mundos de la empresa, los medios de comunicación y la cultura. Esta semana, hemos sido testigos de otro ejemplo, este en un lugar mas previsible, con las declaraciones del escritor y académico, Félix de Azúa, contra Ada Colau. Las frases clasistas y machistas que le dedican entran en el terreno de los insultos que se vuelven rápidamente contra el que los lanza. Azúa podría haber elegido algún detalle que le pareciera rechazable de la gestión de la alcaldesa de Barcelona para sus críticas más duras, pero prefirió apostar por el aspecto de la víctima –el que él cree que tiene– y el hecho de que no pertenece a la élite política y cultural que se merece gobernar la ciudad.

Clasista y machista, también lo segundo. Cuando algún eximio representante reaccionario quiere cargar contra Iglesias, Errejón o Garzón, destaca que son peligrosos y no tardan en poner sobre la mesa los nombres de Stalin o Mao. Ya es casualidad que al haber una mujer de por medio, alguien como Azúa crea que ella solo sirve para limpiar las truchas o, como dijo un concejal del PP, para limpiar los suelos. Hasta en la escala de peligrosidad social, las mujeres lo tienen difícil para dar miedo.

Azúa forma parte de esa élite cultural que soportó en su juventud el franquismo y que luego pasó a disfrutar de los placeres de la democracia, lo que en su caso significaba estar a menos de dos grados de separación del poder en los 80, y gozar de las cátedras, premios literarios y posiciones de privilegio en las páginas de El País. La etapa de Aznar les permitió recuperar cierto espíritu crítico, pero pronto volvieron al redil. Algunos como Azúa, perturbados por el triunfo del nacionalismo catalán, desarrollaron un desprecio evidente por la voluntad popular. La gente empezaba a decidir cosas sin que nadie con poder pudiera frenarla. Sólo quedaba lamentar tanta vulgaridad procedente de todos aquellos que se negaban a aceptar a ser gobernados como siempre se había hecho.

Muy poca gente mejora con la edad, y los que están en posiciones de poder tienden a empeorar a gran velocidad. Los intelectuales de los 80 apenas resisten la comparación con los textos que ellos mismos escribían entonces. Esas defensas apasionadas de la libertad se han convertido en denuncias acaloradas de toda esa banda de jovenzuelos en vaqueros que quieren cambiar el sistema político, de todas esas mujeres que no se limitan a estar agradecidas por todo lo que ellos, y sus amigos en el poder, hicieron por ellas desde esa época. Los que continúan luchando por sus derechos son despreciados por negarse a admitir dónde está el sitio que les corresponde. Abajo.

Ellos tragaron lo suyo. Unos esperaban que España fuera diferente. Menos franquista o más culta. Otros tuvieron que firmar manifiestos en favor de la OTAN (era eso o dejar de escribir en el periódico). Algunos quizá confiaban en que los presidentes socialistas no acabaran abrazados sonrientes a banqueros y obispos (pero por otro lado esos banqueros financiaban premios y conferencias con los que complementar los escasos ingresos que daban la universidad y la venta de libros). La verdad es que tragaron un montón y desarrollaron un estómago blindado a cualquier idea fuera de lo permitido por el establishment.

Ahora no toleran que se les recuerde su fracaso, cada uno al nivel que le corresponde. Los resultados de las elecciones son otro más de los tragos insalubres que tienen que ingerir, cuando su aparato digestivo ya no está para muchos excesos. Están escandalizados por que se les pidan cuentas, que haya en el poder gente vulgar a la que nadie le daría una cátedra ni una plaza vitalicia de académico.

Los que están en el mundo de la empresa tienen la suerte de que en España todo está preparado para que las personas de 70 años sigan en sus puestos, algo que el funcionamiento tradicional de la economía de mercado hace mucho más difícil en países como EEUU o el Reino Unido. Incluso en los medios de comunicación ni siquiera importa que tu acción caiga de 25 euros a 0,28 (precio luego maquillado) para continuar siendo reelegido en el cargo. Pero no todos tienen esa suerte.

En el mundo de la cultura, es más difícil gozar de esos blindajes eternos. Al final, sólo te queda la bilis y los fracasados la generan en cantidades industriales.