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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Sobre el daño que causa el tabaco

«No podemos depender de las urnas; hay que estar por encima de eso.» Rafael Chirbes, Crematorio.

Tanto Chile como Argentina fueron las primeras cobayas de la experimentación pura y dura de los planes del neoliberalismo. Bajo la supervisión de los economistas de la Escuela de Chicago, al mando de Milton Friedman, se puso en marcha un sistema que daba una vuelta de tuerca al capitalismo sustituyendo la economía productiva por otra financiera. El puerto de Buenos Aires cobró entonces un inusual brío dado que en la medida que la industria nacional desaparecía las importaciones colapsaban las aduanas. El trabajo, por cierto, tal como afirmaba ya entonces el economista David Harvey había comenzado su mudanza al sudeste asiático. Un profesor en la Universidad de Buenos Aires explicaba por entonces con un caso práctico el cambio del sujeto económico. Los fabricantes de tabaco recaudan con el valor de la venta de cada cajetilla de cigarrillos los impuestos que deberán devolver al Estado. Como es sabido estos son cuantiosos ya que la carga fiscal al tabaco es muy alta. Ocurre que la transferencia demora casi cuarenta y cinco días. ¿Qué se hace mientras tanto con ese dinero? Inyectarlo al mercado financiero. Por entonces las tasas anuales eran superiores al veinte por ciento. Ergo, el negocio de las tabacaleras no estaba en el tabaco que vendían, en la producción de cigarrillos, sino en el mercado financiero. No es difícil extrapolar esta experiencia a la burbuja inmobiliaria: el ladrillo era una excusa, el verdadero motor era el crédito.

Esta inversión de valores también se puede trasladar a la administración política del campo económico. ¿Un escenario donde lo público es reducido a su mínima expresión como coopta al gobierno? Comprándolo. Ergo, los votos, como los productos, pasan a un segundo plano y ya no son un medio para elegir representantes sino para la instauración de una gestora.

“Si los ricos financian las campañas, cuando los candidatos consigan entrar en la Casa Blanca harán lo que los ricos quieren. Y eso implica dejar que la gente rica se haga aún más rica y dejar a la clase media desamparada. Todas las estadísticas muestran que la clase media permanecerá estancada o sus ingresos desmoronarán en relación a su trabajo”. Esta afirmación no es de Noam Chomsky ni de un politólogo radical, la expresó un expresidente americano esta semana en una entrevista con este diario, Jimmy Carter. Una resolución del Tribunal Supremo de Estados Unidos que equipara el gasto de campaña con la libertad de expresión, permite la libre financiación de los partidos a través de los aportes del capital privado. La consecuencia es obvia: “El fallo erróneo del Tribunal Supremo, por el que los millonarios pueden aportar cantidades ilimitadas de dinero, permite al soborno legalizado la oportunidad de prevalecer. Porque todos los candidatos, sean honestos o no, sean demócratas o republicanos, dependen de que los muy ricos inyecten cantidades masivas de dinero para poder lanzar su campaña”, asegura Carter.

Aquí, no; aquí no es legal este sistema. Por eso tenemos, a día de hoy, el Caso Malaya, la trama Gürtel, la Operación Púnica, la Operación Taula y la lista podría seguir. No ha faltado quien, con lógica cartesiana, afirmara que los sobres que supuestamente se repartían en el Partido Popular eran los verdaderos votos, aquellos que dieron forma y sentido al programa que el presidente Mariano Rajoy impulsó en la pasada legislatura y no al que originalmente votaron los ciudadanos. Otra vez la parábola del tabaco: ¿mientras uno fuma está contribuyendo al asentamiento del sistema financiero en detrimento de la producción y alimentando la corrupción? Pues, sí. Pero la corrupción parece ser inherente al sistema más allá de lo que ahora piensa Rajoy (un Rajoy reloaded), quien ha amenazado esta semana con cortarla de cuajo.

«La corrupción es el intrusismo del Gobierno en la eficiencia del mercado con sus regulaciones.» Lo dijo Milton Friedman. Era un Nobel.