Los acomplejados
Entré por la puerta y alguien me dijo que a las 11:30, en la zona de los árboles, iba a haber pelea. En la zona de los árboles del patio de mi colegio nunca pasaba nada bueno o, al menos, nada permitido. Los árboles dificultaban la visión de los profesores que vigilaban el recreo, así que aquella arboleda era el lugar en el que los chavales quedaban para fumar, pasarse drogas blandas, intercambiar chuletas, meterse lengua, romperle el corazón a alguien o pegarse. La pelea que se iba a producir a las 11:30, en medio de una aguacero típicamente vigués, involucraba a ‘Steve Urkel’, un chico desgarbado, con gafas enormes, que iba al colegio con maletín de cuero en vez de mochila. No recuerdo el nombre del sujeto convocante, era un matón cualquiera de colegio, un adolescente anodino que no destacaba por nada salvo por su crueldad.
Por aquel entonces yo era conocida como “la nueva” porque acababa de llegar al colegio y era, en efecto, la nueva (no había mucho virtuosismo lingüístico en la elección de los motes). Bastante tenía –eso pensaba- con intentar encajar en ese planeta de extraterrestres. Así que, como el resto de compañeros de mi curso, me planté en la zona de los árboles para ver cómo un tipo le pegaba hostias a otro por el simple hecho de ser diferente. Aquella pelea no se me olvidaría nunca. No tanto por los golpes, que fueron torpes y grotescos, sino por la naturalidad con la que se produjeron. Al volver a clase nadie nos dijo nada, ningún profesor nos dio una charla aleccionadora, no hubo expulsiones ni examen de conciencia, la vida siguió su curso, y el curso continuó como si nada hubiese pasado. En algún punto de esta historia yo también dejé de ser la nueva para convertirme en una más.
James Matthew Barrie, el autor de Peter Pan, decía que todo lo importante de la vida ocurre antes de los 13 años, y todo lo que ocurre antes de los 13 se queda para siempre. También los traumas. Pensaba en esta frase mientras escuchaba esta semana a Miquel Montoro hablando de bullying. Miquel es un chaval fantástico que reivindica su autenticidad y al hacerlo pone en evidencia a todos los acomplejados. Porque los que van por la vida subrayando el complejo ajeno y golpeando la diferencia son en esencia eso: unos profundos acomplejados.
Miquel hace una reflexión acertadísima: “¿Por qué es la persona que sufre acoso la que se tiene que ir de un colegio o instituto y no al revés?”. Los niños acosadores suelen llenarse de poder porque, salvo excepciones, se quedan en el colegio y hacen de él su posesión como si lo hubiesen ganado en una partida de Risk. De modo que el acosador está a salvo mientras, a la inversa, el acosado está atrapado. El acosador se pasea entre pupitres con zapatillas de andar por casa mientras el acosado cree que está en un lugar que no le pertenece.
También pensaba cómo habría sido aquella campaña de acoso de mi colegio de haber existido redes sociales. Supongo que habría sido mucho más profunda y persistente. A la pelea le habrían seguido fotos de la pelea, memes de la pelea y post memes de la pelea. Aunque también creo que esas mismas redes sociales pueden ser valiosas. Internet puede ser un salvavidas si, por ejemplo, eres un adolescente LGBTI en un entorno hostil, si te gusta el visual kei, o, qué se yo, si sientes verdadera devoción por Faulkner como en ‘Amanece que no es poco’. Vamos, si te sientes diferente y no encuentras a gente afín en tu entorno.
Dice Miquel en el vídeo que no es justo que se rían de uno por ser diferente. Los acosadores, sin embargo, suelen ser iguales, clones intrascendentes con discursos prefabricados. Muchos de esos roba bocadillos de instituto lo continúan siendo en la vida adulta, son esas personas que van por la vida haciendo de menos al otro para sentirse de más, la fórmula matemática del acomplejado. Algunos tienen despacho con vistas en empresas. Otros llegan, incluso, a tener representación parlamentaria, aplaudida siempre su beligerancia hacia el débil. ¿Cómo ganarles? Se podría empezar enfatizando la diferencia en los colegios, en lugar de ignorarla. Se podría empezar poniendo el vídeo de Miquel Montoro en las clases. Es bastante más valioso que saltar al potro o cualquiera de esas cosas inútiles que aprendíamos en el colegio mientras la vida de verdad transcurría pasados los arbolitos del patio.
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