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Además de brutal, éste es un Gobierno de inútiles

Más allá del rechazo que produce este nuevo episodio de la política de inmigración del PP, los hechos de Ceuta –“tragedia”, según la vicepresidenta Sáenz, o crimen, según todos los indicios– son un nuevo capítulo de la ineptitud de este Gobierno. Porque el desprecio absoluto a los emigrantes o las consignas brutales que el Ministerio del Interior ha impartido hace ya tiempo como normas de la acción policial no explican del todo lo ocurrido: hay un plus de incapacidad de gestión y de resolución de conflictos que sólo puede atribuirse a la insolvencia de las personas encargadas de hacerles frente.

Y lo de Ceuta se añade a una larga lista de fallos en este sentido. Hasta el punto de que lo que más caracteriza la acción de este Gobierno son sus fallos, sus desatinos, cuando no sus estupideces.

En principio cabe descartar que el objetivo de la Guardia Civil y de sus jefes en Ceuta fuera provocar la muerte de 14 subsaharianos. Aunque sólo fuera por las consecuencias que podía traer, que cualquier otro motivo más edificante está por demostrar.

Por lo tanto, y como eso es lo que ha ocurrido, cabe concluir que la acción estaba planificada con los pies. Y si resulta que los intentos de entrar en territorio español de la manera que sea son moneda corriente desde hace más de una década, que la Guardia Civil tiene una larga experiencia al respecto, que cualquiera de sus responsables ha tenido tiempo y datos más que suficientes para estudiar todos los escenarios posibles de esos “saltos”, el que la situación se les escapara de las manos el pasado 6 de febrero a unos y a otros es que, simplemente, no sirven para ese trabajo. Y eso es casi tan grave como las 14 muertes.

Por la gravedad de los hechos, el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, y el director general de la Guardia Civil, Arsenio Fernández Mesa, están a la cabeza de los inútiles del Gobierno. Pero ese pelotón es muy nutrido y no para de crecer. Los planificadores del reciente viaje de Mariano Rajoy a Turquía –y su responsable último, Jorge Moragas, jefe del gabinete del presidente– acaban de engrosarlo. ¿Cómo es posible que se les escapara que el último acto de la visita iba a ser la participación del jefe del Gobierno español, como telonero o bufón de turno, en un acto electoral del partido islamista de Erdogan?

Aparte de que el hecho habla del escaso respeto y consideración que los dirigentes turcos tienen hacia la figura de Rajoy –¿se habrían atrevido a hacer lo mismo con cualquier otro dirigente extranjero?–, la diplomacia española y sus responsables han quedado a la altura del betún. ¿Les engañaron, no inquirieron sobre las características del acto de marras, no entendieron lo que les explicaron o, simplemente, creyeron que la cosa no tenía importancia?

Con esas preguntas en el aire, y sin que ningún medio hubiera pedido dimisiones, al día siguiente el ministro de Industria, José Manuel Soria, anunciaba el nuevo mecanismo para fijar las tarifas eléctricas. Y todos los expertos en la materia coincidían en que era un invento que no va a valer para nada, que los precios pueden dispararse en cualquier momento, que se ha buscado esa salida fútil únicamente para tratar de tapar el desaguisado que el mismo Soria organizó hace dos meses, cuando anuló la subasta de los mayoristas y enmendó la reforma que él mismo había elaborado con anterioridad. Y el ministro sigue en su puesto y quién sabe qué despropósito nos prepara para el futuro.

La reforma de la Ley del aborto, más allá de la indignación que produce, es otro disparate político. Porque por muchos trucos que el PP se saque de la manga, por muchas unanimidades que luzca el pesebre que es su grupo parlamentario, la iniciativa tiene en contra a la mayoría de la opinión pública y todo aquel dirigente popular que tenga que lidiar por los votos por su cuenta y riesgo –conciencia aparte– tratará de demostrar que él no está con Gallardón al respecto.

Lanzarse a la piscina es esas condiciones, sin saber hasta dónde puede llevar la contestación interna –y la externa–, es decir, sin capacidad para controlar los efectos que puede producir el movimiento, sólo es propio de malos políticos. Y por mucha imagen mediática que haya conseguido en el pasado, en el historial del actual ministro de Justicia aparecen unas cuantas manchas de ese tipo.

Las idas y venidas de José Ignacio Wert, sus hallazgos inaplicables, sus provocaciones sin sentido y sus incontables rectificaciones dan para un largo capítulo del libro sobre los sinsentidos de la acción de este Gobierno. El titular de Exteriores, José Manuel García-Margallo, también ha metido la pata unas cuantas veces. La cruzada por Gibraltar de hace unos meses fue la más sonada, pero los errores de la acción exterior del Gobierno son muchos y su parte de culpa en el conflicto entre Sacyr y Panamá no es la más grave de ellas.

La lista es más larga. El desastre de la gestión interna del partido que manifiestan los escándalos de la trama Gürtel y de Bárcenas –y que, de una u otra manera, están en el debe de Rajoy– o el nombramiento de un nuevo líder popular en Andalucía se podría sumar a ella.

También los desatinos del Gobierno de la Comunidad de Madrid, que, a la postre, unos y otros vienen de la misma madre: ¿cómo se atrevió éste a privatizar seis hospitales con un decreto que no podía aguantar un solo asalto en los tribunales?, ¿cómo se lanzó a la aventura Eurovegas sin tener garantías de que, al final, el americano Sheldon Adelson no se iba a echar atrás? La candidatura olímpica de la alcaldesa Ana Botella y su gestión de la huelga de basuras son otros momentos estelares de la inutilidad política de los dirigentes del PP.

Pero en todo caso, para desatinos, los de Mariano Rajoy mismo. Tras dos años en La Moncloa, la impresión que produce el presidente es la de un político que no tiene una sola idea propia y que prefiere que no se le ocurra ninguna, no vaya a ser que meta la pata una vez más. Y que se dedica a trapichear para que nadie de dentro ose quitarle el puesto, mientras obedece fielmente lo que le dicen sus asesores, Bruselas o los poderosos.

Con un hombre así, mediocre de toda su vida, que siempre necesitó un jefe, no cabía esperar sino un Gobierno de mediocres, o de inútiles, en el peor de los casos. Ningún personaje de brillo tenía posibilidad alguna de entrar en el gabinete. Porque le haría sombra a Rajoy y quién sabe si no aspiraría también a sustituirle. Y con esa gente los mediocres son implacables.