Catedrático de Física Atómica, Molecular y Nuclear de la Universidad de Sevilla y miembro del Consejo Editorial de 'Materia'
Sostengo que una buena historia de la ciencia generada en España está por hacer. Análisis de por qué nuestro país nunca ha estado a la vanguardia del progreso científico y técnico se han hecho muchos y algunos, como el de Santiago Ramón y Cajal son, simplemente, admirables. Pero historia no, porque lo de Menéndez Pelayo no fue más que un derroche de (pseudo)erudición cuyo único objetivo era demostrar que la fe católica no había impedido el desarrollo de una ciencia española. Nada menos que Ortega y Gasset dijo que lo que demostró Menéndez Pelayo con su historia era justo lo opuesto: que no había existido apenas ciencia española y que la poca que existió lo hizo a pesar de la iglesia católica. Tómese nota para lo que vendrá después, que uno de los diagnósticos del mal (que obviamente llevaba implícito el tratamiento) que hizo don Santiago a principios del siglo XX era que los jóvenes españoles viajaban poco y sólo emigraban para ganarse el pan y no para aprender.
En esa futura historia de la ciencia española brillarán dos periodos: la Segunda República y la década de 1980. Centrémonos en este último periodo de la democracia postfranquista. Ya bajo los agitados e inciertos tiempos de la UCD del presidente Suárez se intentó organizar la investigación científica de manera razonable. De aquella época datan unas siglas que se hicieron muy queridas: CICYT o Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología, lo cual indicaba el interés acertado de implicar a distintos ministerios en el asunto. En cuanto la reconversión industrial se culminó y se asentó el gobierno del PSOE, el ministerio responsable del ramo (cuyo nombre cambiaría mil veces hasta llegar a la situación actual en que la ciencia ya no tiene ministerio) se llenó de gente curiosa: científicos formados la década anterior en centros de excelencia extranjeros.
En poco tiempo, tan poco que fuimos comidilla admirativa en infinidad de medios y círculos científicos de Europa, España se puso a un nivel en ciencia notablemente por encima del que le correspondería por los índices al uso en cuanto a PIB o población. Y eso que los presupuestos dedicados a ella jamás fueron acordes ni con esos logros ni con esos otros índices. Quizá la razón de esto último fuera la escasísima implicación de la empresa privada respecto a la administración pública.
Tras aquella década prodigiosa para la ciencia, empezó el desconcierto, quizá propiciado por el escaso nivel científico de los máximos responsables políticos que la tuvieron en sus manos. Por el ministerio desfilaron un catedrático de derecho canónico (Suárez Pertierra), un diplomado en administración de empresas (Saavedra), un empresario (Piqué), un asesor jurídico de empresas (Costa) y una economista (San Segundo). Por fin llegaron a ministras dos biólogas (también empresarias) y con ellas, ¡ay!, los recortes. La supervivencia a la ineptitud se ve ahora amenazada por el desconcierto y la absoluta incomprensión que está demostrando este gobierno en su conjunto.
Si no hay más remedio que recortar presupuestos, se recorta en lo que haga falta incluida la investigación científica, pero lo que hay que evitar son los procesos irreversibles, es decir, que hay que recortar con inteligencia y no a lo bruto. Se puede posponer la creación de nuevos centros de investigación, se puede aplazar la construcción de infraestructuras, se puede detener la modernización de equipamiento científico, pero lo que no se puede es detener los proyectos en curso y, sobre todo, dejar de inyectar savia joven a los laboratorios. Desmantelar el sistema científico del país es cuestión de muy pocos años y reconstruirlo exige décadas.
La manera más eficaz de hacerlo es haciendo que los jóvenes científicos e ingenieros hagan lo que ya temía Ramón y Cajal hace un siglo: que emigren para buscarse la vida y no para formarse. Si siguen así, aplazando sine die las becas de formación de personal investigador, convocando atrasadamente la mitad de las becas postdoctorales y propiciando que se llenen las aulas de enseñanza de idiomas, en particular de alemán, por estudiantes de ingeniería y ciencias, llevarán a la comunidad científica a envejecer digna e irreversiblemente hasta la extinción.
Cuando los políticos actuales entonen la cantinela supuestamente esperanzadora de “i más de más i y cambio de sistema productivo” sepamos que no saben de qué hablan y aseguro que no es tan difícil que lo averigüen. Les doy una pista por si no quieren ir por detrás de la sociedad como han hecho en tantos aspectos parecidos al actual de los desahucios.
Los millones de familias que están hoy pasando apuros de todo tipo pueden basar su alimentación en pasta, arroz y legumbres; comer carne un día a la semana y pescado una al mes; ir al cine una vez al trimestre; hacer chapuzas o limpiar escaleras, y así todo; lo que seguro que no hacen es sacar a los hijos del instituto para que ayuden a la economía familiar. Seguramente, los padres de esas familias harán lo contrario: exigir a sus hijos que estudien más porque ése es el futuro y su esperanza. ¿Tan difícil es que a algunos políticos les entre en la mollera la importancia que tiene para el país la investigación científica? Quizá los actuales esperen a un Menéndez y Pelayo que justifique su actuación aunque sea con un río de patochadas que les consuelen.