La portada de mañana
Acceder
Sánchez rearma la mayoría de Gobierno el día que Feijóo pide una moción de censura
Miguel esprinta para reabrir su inmobiliaria en Catarroja, Nacho cierra su panadería
Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Cuídense, muchachos

La canción de gesta fue un periódico que se llevó el viento…

Ernesto Cardenal

En el imaginario de finales de los años setenta y siguientes, Nicaragua ocupaba un lugar muy sentido en nuestro corazón y en nuestro proceso de iniciación ideológica (aunque muy confusa), especialmente entre quienes podíamos cursar estudios universitarios. Eran allí los tiempos de la Misa Campesina, de los de Palacagüina y la implicación más social y abierta de estos creyentes (como los de otros ámbitos ideológicos) en un proceso de reconstrucción del país. Eran los nicos. Era la etapa del patio trasero yanqui, que pocos años antes había sido determinante para derribar de forma violenta al presidente constitucional de Chile.

Nicaragua proyectaba al mundo la lucha contra una dictadura, la somocista, el enfrentamiento al apoyo descarado que un imperio como EEUU daba a esta satrapía, la implicación de gran parte de la sociedad en el proceso revolucionario y la participación de muchos sectores y matices. Eso daba un gran valor a la simpatía que allende el Atlántico sentíamos millones de españoles y europeos por el proceso abierto en el país centroamericano.

En esos movimientos plurales por reconstruir la patria estaban implicados sectores socialistas, liberales, comunistas, cristianos, reformistas y todos los progresistas en general. Ero era en sus inicios. Con el tiempo, a algunos les fueron echando y muchos otros se fueron.

La caída de la dictadura somocista se produjo en 1979 y es poco después cuando, en el momento de construir una patria nueva, comienza un punto de inflexión. Tras constituirse la Junta Sandinista, la orientación práctica fue progresivamente menos pluralista, más sectaria y excluyente y dejó fuera a varios de los sectores que habían participado en la lucha por el cambio.

Junto con la nula experiencia a la hora de poner en práctica la teoría y de gestionar en lugar de discursear, lo peor era ver cómo bastantes de quienes habían luchado por unos ideales de rebeldía en un proceso transformador vieron difuminarse los sueños, anhelos y esperanzas de lo que había sido una utopía. La inocente y noble utopía del “hombre nuevo”. A Daniel Ortega le iba saliendo lo que era.

En ese tiempo de imbuirme en mi juventud con ojos abiertos en esa realidad histórica, lo ocurrido me dejó huella. Seguiría ávido toda información sobre el proceso de progreso, y después también de involución, y acudí a fuentes plurales. Entre ellas a gente revolucionaria entonces que se fue separando (o les fueron marginando) del proceso.

Particularmente, en la muy rica literatura nicaragüense, me impactó tiempo después el testimonio del escritor Sergio Ramírez, que había sido vicepresidente con el Daniel Ortega de la primera etapa. Su 'Adiós, muchachos' - del cual tomo parcialmente prestado el título- es indispensable para entender la decepción de un antes revolucionario. También el vaciamiento de la pluralidad de matices. Asimismo, recomiendo la lectura de la magnífica poeta Gioconda Belli, que en 'Un país bajo mi piel', relata su su implicación pasional y total en la revolución sandinista y su posterior desafección.

Es esta una historia muy reiterada entre quienes, en tantos lugares, participan, desde valores éticos, en procesos revolucionarios o por un cambio profundo y que, incluso, ponen al servicio de la causa, y hasta sacrifican, su prestigio profesional, intelectual o social.

Por otro lado, están quienes, participando de estas ideas, ven en esos momentos la oportunidad de consolidar liderazgos y ejercer un mando casi absoluto en macroestructuras partidistas sin nadie que pueda hacerles sombra. Estos ocupan más tiempo en cómo conseguir el poder y el control total, haciendo daño a compitas si es preciso, que en defender sus principios y hacerlo de modo colectivo y plural. Los suyos están modulados en función del poder que anhelan. Tiempo después, tras una estancia allí, yo escribiría en la revista Gobernanza mi testimonio 'Nicaragua, del sueño a la decepción'.

La historia del sandinismo es la historia, muchas otras veces repetida y alguna cumplida, del fracaso de una ilusión colectiva por un cambio profundo y su sustitución por proyectos de otro tipo. En el caso de Nicaragua es uno de aquellos donde, pese a la gran mezcolanza de matices, la Junta sandinista cada vez fue menos colectiva y más personalista.

Se orientó hacia una posición unívoca sólo de una marcada izquierda. Entre las excepciones se encontraba Sergio Ramírez, intelectual progresista pero no comunista y de gran prestigio intelectual, que participó activamente en el proceso de lucha contra Somoza y en el intento de reconstrucción del país centroamericano desde la vicepresidencia.

Él veía cómo, poco a poco, en el Frente Sandinista se iba perdiendo el equilibrio interno y todo era cada vez más sesgado y lleno de purgas hacia quienes los dos hermanos Ortega no consideraban suficientemente revolucionarios o comunistas (Humberto era más intelectual que Daniel, pero este era más ambicioso). Las luchas internas iban apagando el proyecto común y también ilusiones. Humberto desconectaría no hace mucho.

El vicepresidente sandinista Ramírez constata en su libro cómo lo importante era lo que llamaba “la piñata”: conseguir más y más poder. No se les caían de la boca las palabras gente y pueblo, aunque cada vez más retóricas y distantes. Es significativo el relato que hace Ramírez de la visita del mítico líder socialdemócrata Olof Palme, recibido con honores en Managua en 1983. Tras estar en el país tres días les envió a su regreso a Estocolmo un mensaje elocuente: “Cuídense, se están alejando del pueblo”.

El sandinista que fue Sergio Ramírez recoge en su libre pasajes como que “aun siendo colectiva, la autoridad no se pudo librar del viejo sino autoritario y la dirección del FSLN terminó siendo un caudillo” con varias cabezas. O expresa que “los términos muchachos y compañero, compa, compita se perdieron”. En otro momento se refiere a la lucha contra los matices: “Cualquier voz de moderación resultaba más que sospechosa”.

O cuando indica que “el juego consistiría en negar ante aliados y enemigos, la identidad del FSLN como un partido marxista”. Esto, añade, “solía disfrazarse en los documentos”, pero no en los hechos de quien fue acumulando más poder interno. O la expresión “el nuestro fue un régimen muy democrático en sentido nuevo y muy autoritario en un sentido viejo”.

Me gusta aprender de la historia. Y aquellos que, como yo, hemos tenido la suerte de conocer y palpar en vivo procesos democráticos y cambios históricos, como en Ecuador o Bolivia; participar en el desarrollo de los acuerdos de paz en Guatemala; o, antes, aún a distancia, el sandinismo de Nicaragua, queremos compartir nuestra experiencia por si alguien quisiera aprender (absténganse por inutilidad los sectarios y dogmáticos).

En este último país se produjo la primera victoria del pueblo en Centroamérica frente a un sistema decadente y opresor. En el proceso participaron muchos sectores sociales e ideológicos. Poco a poco serían desplazados. El pluralismo sería sustituido por la uniformidad. De ahí, a la derrota.

Daniel Ortega prefirió asegurarse el poder interno de un movimiento perdedor antes de intentar ganar las elecciones. Ahora, desde 2004, dirige el país como un caudillo con el apoyo rotundo de los grandes empresarios, los sectores eclesiásticos más derechosos y los ámbitos más reaccionarios, aunque quiere mantener una mística pasada de moda… y que es mentira.

Pero queda el recuerdo de lo que fue un intento revolucionario o de cambio profundo que sólo por errores propios fracasó. Y queda también el cariño a ese pueblo centroamericano siempre entrañable al que cantaba Carlos Mejía Godoy: Nicaragua, nicaragüita.