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Adivina quién viene a cenar esta noche: el Leviatán de proximidad

Detenciones durante los episodios de violencia el 22M. / Olmo Calvo

Pedro Oliver / Manuel Maroto

El plato que nos han servido con ocasión de las marchas del 22M nos sabe a viejo. Un poco de grupo de violentos por aquí, una actuación policial desproporcionada y arbitraria por allá. Sabe a viejo la reacción de la delegada del Gobierno, Cristina Cifuentes, apresurándose a aprovechar la ocasión para criminalizar a los manifestantes. Hasta la última reacción del Gobierno anunciando cambios en el texto del proyecto de nueva Ley de Seguridad Ciudadana, por el cuestionamiento de su constitucionalidad por parte del CGPJ, tiene un regusto ya familiar. Ya lo han hecho antes, jugando, como hacen, a generar confusión sobre cuál es la ley vigente en la mayoría de personas que no sigue los detalles de su tramitación. Y testando el terreno, como globo sonda que es el anteproyecto, para los demás que sí lo siguen. Querrán presentar como mérito que eliminan las disposiciones más abiertamente inconstitucionales del texto. Tiempo al tiempo.

Pero no nos equivoquemos: hay ingredientes nuevos tras ese sabor a viejo, a rancio. Que Cifuentes mantenga el mismo 22M, en televisión, que la manifestación ha sido pacífica y hasta “un éxito”, y prácticamente al día siguiente incoe un expediente sancionador contra sus organizadores, expresa algo nuevo: los ingredientes de un nuevo sistema de control social. Uno basado en una idea también vieja: que tenemos que pagar por ejercer derechos. ¿Acaso no quieren que paguemos por la sanidad, pese a estar reconocida como derecho universal en la Constitución? Pues también desean que paguemos por ejercer derechos políticos, por manifestarnos, protestar, o usar el espacio público. ¿La manifestación? Pacífica. ¿La participación? Un éxito. ¿La reacción administrativa? La sanción más alta legalmente posible. Sí: nos van a intentar hacer pagar, por mucho que ahora quieran demostrar disposición a negociar, con una mezcla de ingredientes viejos y nuevos que en distinta proporción está ya en la actualmente vigente Ley de Seguridad Ciudadana (que es la que está aplicando hoy Cifuentes), está también en el anteproyecto filtrado hace meses, y estará en sus futuras versiones, si no lo remedia nadie. Ingredientes que hay que aprender a paladear, para entrar en la cocina y exigir que nos los retiren del plato. O llegado el caso para poder escupirlos, pedir el libro de reclamaciones y si es posible irse sin pagar la cuenta.

¿Qué habrá de viejo en la nueva ley de Seguridad Ciudadana? Mucho. Bajo la etiqueta infrapenal de la “sanción administrativa”, tanto en la legislación sobre seguridad como en las ordenanzas municipales, aparecen amalgamados conflictos sociales muy diferentes. Así ha ocurrido hasta ahora, y así se va a mantener. Se seguirán eludiendo debates sociales y políticos de envergadura, como el del consumo de drogas o el de la prostitución: la nueva ley ya tiene previsto forzar su solución punitiva, sin más medias tintas. Bajo el totum revolutum de la noción de sanción administrativa se insistirá en naturalizar el castigo, equiparando moralmente al macarra que con su moto no deja dormir al vecindario y al activista que blande un megáfono para llamar a la protesta ciudadana, o al gamberro que destroza y guarrea los parques infantiles y al indignado que pinta las paredes con las letras y los colores de la movilización social. La atmósfera banal de la sanción administrativa lo seguirá envolviendo todo hasta ocultarlo, eso sí, de manera dual y diferenciada. En el nuevo enfoque de control “securitario” se han venido desarrollando dos grandes líneas de ejecución que a la postre implican a una amplia red de poderes institucionales: por un lado el modelo de “proximity police”, con sus efectos –digamos- ambivalentes en los barrios más empobrecidos (en donde también actúan próximos y circundantes al vecindario distintos dispositivos de protección social que en la práctica generan más control y más exclusión de la población pobre e inmigrante); y por otro, la hipertrofia del marco sancionador administrativo, lo que podría representarse con la imagen inquietante y nebulosa de un Leviatán de proximidad.

Esto que se acaba de explicar no es nuevo. Pero es dinámico y está cambiando. Todo indica que en nuestra época la sanción administrativa está situándose en el centro del sistema de control y castigo. Por eso, antes de entrar en la polémica de la nueva ley de Seguridad Ciudadana, deberíamos definir bien la función política de la sanción administrativa en la represión de la protesta y la conflictividad, lo que en el ámbito de los movimientos sociales más activos ha empezado a llamarse “burorrepresión”: una vertiente poco estudiada de las actuales sociedades de control que, sin embargo, se podría rastrear históricamente en la España contemporánea analizando el interesado uso político que distintos regímenes y gobiernos han hecho de las normas de “orden público” y las “multas gubernativas”.

¿Y qué habrá de nuevo en la nueva ley de Seguridad Ciudadana? No tanto como parece, pero sí muy profundo. Las diferencias y desproporciones punitivas entre la “ley Corcuera” (hoy vigente) y la que presenta el actual titular de Interior ya han sido enumeradas y rechazadas con muchos argumentos propios y ajenos al compararla con otras homólogas de países cercanos como Alemania. La tendencia compulsiva del gobierno del PP a recurrir a la mano dura policial y a la multa exagerada no es, pues, una cuestión menor en estos tiempos. Pero no es menos cierto que, históricamente hablando, esta nueva ley de Seguridad Ciudadana, junto con otras como la de Seguridad Privada, se sitúa en las coordenadas de una nueva era de las políticas de control en las sociedades occidentales: si, por un lado, se implementa la fuerza penalizadora de los viejos mecanismos de control disciplinario y penal (el policial, el judicial y el penitenciario), por otro, se extienden las nuevas técnicas de criminalización y control-sanción propias del nuevo Estado “securitario”. No es pura carambola que esa nueva ley de Seguridad Ciudadana sea el resultado lógico de una reforma previa del Código Penal.

Lo trascendente, lo que previsiblemente tendrá repercusiones históricas, no es que la nueva ley de Seguridad Ciudadana sea más autoritaria, sino que esa misma ley estará pensada para blindar el ejercicio mismo del autoritarismo al crear una suerte de “nueva jurisdicción punitiva especial” ―la administrativa― que, al fin, podrá funcionar de forma autónoma y por debajo del radar de los derechos fundamentales, mientras queda salvaguardada frente a eventuales controles jurisdiccionales. Es verdad que sólo parece un ejercicio “blando” de control, una represión de baja intensidad sin pelotas de goma, sin porrazos, que logra escamotear de la mirada pública su alcance disuasorio para evitar posibles muestras de solidaridad con las personas represaliadas. Sin embargo, forma parte de una empresa de derribos del garantismo jurídico. Por eso no son antisistema las personas y entidades que más se han alarmado.

La polémica suscitada a propósito del proyecto de ley de Seguridad Ciudadana apenas se ha iniciado. Todo indica que acabará sonrojándonos, como ciudadanos de un Estado democrático, por más que el ministro responsable conteste airado a las críticas que le llueven hasta desde sus propias filas, y se muestre proclive a pulir las peores aristas. A nadie con sensibilidad democrática se le escapa que en España estamos sufriendo una auténtica deriva autoritaria. Esa ley, si finalmente prospera, formalizará lo que ya ocurre formal e informalmente. Para eso se está tramitando. Que se lo digan, si no, a las delegaciones y subdelegaciones del Gobierno, que han sancionado administrativamente a miles de activistas entre 2011 y 2013 y obtenido, en no pocas ocasiones, un sonoro reproche judicial.

Cuando terminaba 2011 no era descabellado barruntar que el PP se podría sentir tentado de quitarse de en medio algunos de los controles que han perdurado en nuestro ordenamiento jurídico, porque alcanzaba, además de la mayoría absoluta y el gobierno del país, una amplísima cota de poder en todo el entramado del Estado, y porque lo conseguía cuando arreciaban tanto la crisis económica como el nuevo ciclo de protestas que había eclosionado con el movimiento 15-M. Lo que choca más en el entorno de las democracias demoliberales, es que de forma tan contumaz y acelerada el PP se haya decidido a transitar el camino de lo que Loïc Wacquant ha definido como el paso del Estado Providencia al Estado penal.

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