Cuando las administraciones fallan

12 de noviembre de 2020 22:02 h

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Esta semana saltaba en forma de escándalo en los medios de comunicación la convocatoria de subvenciones a los autónomos en Catalunya: 10.000 ayudas de 2.000 euros que obtenían los primeros en rellenar la solicitud. El sistema informático no soportó la avalancha de demandas, se calcula que en la comunidad hay unos 570.000 autónomos. La medida fue bautizada por algunos analistas como unos “juegos del hambre”. Más allá de los titulares y de las críticas ridiculizadoras resulta conveniente hacer una reflexión sobre la elaboración y la gestión de las políticas sociales. Desde mi punto de vista estamos frente a un mal diseño de política pública. Pero lo creo así porque parto de una perspectiva que entiende que las medidas sociales deben inscribirse en un paradigma de derechos. Es decir, se accede a un servicio o una prestación porque se cumplen unos requisitos y no porque exista o no disponibilidad presupuestaria: se configura un derecho subjetivo.

Ahora bien, sería hipócrita hacer ver que esta aproximación sea la única posible. De hecho, y como recuerda muy bien José Antonio Noguera en un hilo de twitter, no ha sido la predominante a la hora de construir medidas hacia los más desfavorecidos. La batalla entre derechas e izquierdas en la forma de entender la política de renas autonómica es un claro ejemplo: en 2011 el gobierno de Artur Mas suprimió el carácter de derecho subjetivo en la renta mínima de inserción dejando sin prestación, en los momentos más duros de la crisis, a miles de personas. 

Avancemos un poco más. Los errores en el diseño no son los únicos en la gestión de las medidas sociales. Puede haber buenos puntos de partida teóricos, con su correcta dotación monetaria y targets bien identificados y definidos, pero fallar en la implementación. En análisis de políticas públicas es un tema vastamente tratado desde las aportaciones que hicieron Aaron Wildawsky y Michael Lipsky en los años 70 e inicios de los 80. Y aquí es donde podemos situar otros fallos de la Administración. A pesar de que desde el Gobierno de España se ha sido muy ambicioso en la construcción de una suerte de “escudo social” con el objetivo de sostener ciudadanía y empresas durante la pandemia, debe reconocerse que en la gestión de una parte de ayudas existen disfunciones que generan importante malestar.

Esta semana CCOO denunciaba también en Catalunya que las nuevas prestaciones por desempleo gestionadas después del 12 de agosto aún no se están cobrando. Esto se suma a que una parte de los ERTE de la primera ola aún restan encallados en el magma burocrático. O que el IMV ha alcanzado una reducida cobertura efectiva en relación a la ciudadanía que tendría derecho. Se trata de situaciones especialmente graves ya que estas medidas han sido precisamente pensadas para aquellos que más lo necesitan, que de golpe se han quedado sin o con muy pocos ingresos. Las necesidades son inmediata y la llegada del dinero no puede esperar. 

¿Qué factores explican estos cuellos de botella? Básicamente dos. Un primero tienen que ver con la no previsión de problemas durante la definición más técnica de la política, la letra pequeña que no suele salir en los medios de comunicación. En relación al IMV hubo acalorados debates en el que participaron expertos y altos funcionarios de los dos principales ministerios implicados (vicepresidencia segunda, ministerio de inclusión y seguridad social). Visto en perspectiva es evidente que tenían razón los que apostaban por la simplificación de trámites, incorporando de manera decidida la comprobación posterior de los criterios. También se debería haber afinado mejor la dotación de suficiente personal y recursos para garantizar el proceso haciendo cambios o nuevas contrataciones.

Un segundo factor que considerar, vinculado al primero, es la existencia de una Administración pública aún de corte burocrático-weberiana poco adaptada a nuestro mundo complejo, incierto y cambiante. Una Administración más preocupada por el cumplimiento de la legalidad y el gasto presupuestario que por la eficiencia y eficacia de las políticas. Una Administración con muy poco margen de maniobra para adaptarse a contextos territoriales y sociales diversos. Un sistema de inspiración napoleónica que ha llegado casi intacto hasta nuestros días. No es el único: en Catalunya Jordi Pujol copió a rajatabla el modelo en los años 80 (y así pasó también durante la construcción del Estado autonómico). 

Se identifica como un límite evidente la falta de una alta dirección pública que vaya más allá del cuerpo de juristas y economistas del Estado. En la mayor parte de países europeos, la figura del gestor público está mucho más formalizada. Otros perfiles profesionales que requiere la Administración también deben adaptarse al s. XXI: nuevos servidores públicos que introduzcan de manera sistematizada conocimiento plural en las organizaciones públicas. Estas y otras transformaciones no pueden esperar. Para poder avanzar en la efectividad de derechos sociales, debería ser posible empezar a trabajar en una ambiciosa reforma de la Administración pública. Construir una Administración relacional, de la que habla Quim Brugué, con capacidad estratégica y propositiva: que fomente la transversalidad (frente a problemas que son complejos), la colaboración multinivel (dando importancia a la proximidad y el principio de subsidiariedad) y la permeabilidad social (la participación de actores y ciudadanía). Una nueva Administración que acompañe un proyecto de ciudadanía social para el s. XXI.