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Adolfo Suárez, esculpido a navaja

Manuel Fernández-Cuesta

Brindo por el pueblo español, esperando que tenga unos dirigentes mejores que los que actualmente posee.

Adolfo Suárez, diciembre de 1980

Juró cargos con diferentes chaquetas y todas le sentaban bien. Blanca y falangista, acorde con su mandíbula esculpida a navaja, brioso macho español, niño de la posguerra provincial, aspirante a señorito, el yugo y las flechas a la altura del corazón, fue nombrado, diciembre de 1975, ministro secretario general del Movimiento. Firmó documentos con traje oscuro, gris marengo o azul marino, estudiadas corbatas, seductora mirada, siendo procurador en Cortes por Ávila, gobernador civil o director general de RTVE. Juró y firmó tanto, y en tantos sitios, que los suyos le llamaron, con el correr del tiempo, traidor. Suárez, uno de los esenciales del reformismo franquista, “quienes alcanzan el poder con demagogia terminan haciéndole pagar al país un precio muy caro”, acabó acorralado por los poderes fácticos, abandonado por el rey, fumando tabaco negro en la soledad de un despacho de cretona. Ahora, enfermedad neurológica, no recuerda nada. Casi mejor.

Hijo político de Herrero Tejedor, un falangista con conexiones en el Opus Dei, Suárez empezó de secretario personal, ascendiendo a la par que su mentor. Adoctrinado después por Torcuato Fernández Miranda, hábil de manos, leyes y reglamentos, Carmen Díez de Rivera, de la estirpe natural de Serrano Suñer, y algunos más, Suárez, el hombre providencial de 1976, “historia de una ambición”, escribió Gregorio Morán en 1979, camina hoy sin memoria, huérfano de sentido y referencias, por la Historia de España.

Hizo todo lo que pudo, y un poco más, por alcanzar el poder: sirvió con lealtad a sus superiores y dijo siempre lo conveniente. La fortuna, aliada de su determinación, le puso en el camino del rey, otro aspirante, vidas paralelas, que pensó en él para la conducción de los asuntos públicos. Había llegado. Surgido del vientre gris del franquismo, era un desconocido al que le costó ganarse -no está claro que lo lograra- el respeto de sus pares.

El dandy de Cebreros, Ávila, nacido en 1932, café solo y tortilla francesa, triste carrera de Derecho y sonrisa cautivadora, improvisador, estratega de sofá, fue elegido, la tarde del 3 julio de 1976, para que formara gobierno. Tenía 43 años, un nudo en el estómago y la templanza del triunfador. Aunar las tres familias ideológicas del último régimen, democristianos colaboradores del franquismo, poliédricos técnicos del Opus Dei y falangistas teñidos de azul, y acallar el rumor de sables eran sus principales objetivos. El giro hacia el reformismo democrático estaba en marcha y Suárez era el flamante capitán. “La Corona tiene una voluntad expresa de alcanzar una democracia moderna en España”, declaró esos días. Suárez bajo el amparo del rey. Vidas paralelas. Hasta 1981.

Necesitaba contar con la mayoría del arco parlamentario para consolidar su estrategia. La llamada Transición, tutelada por EEUU, requería altas dosis de eso que se denominó “consenso” (incluido el suicidio de las Cortes franquistas), y que, menos mal, en la actualidad parece romperse por errores, hastío y exceso de neoliberalismo. El búnker militar se negaba a la legalización del PCE. Pero la realidad estaba atada. El sábado de gloria, 9 de abril de 1977, el PCE volvía a la vida pública. Días después, vulgar escenificación de opereta, Carrillo, en nombre del partido, aceptaba la bandera rojigualda y la monarquía como forma de Estado. Suárez y Carrillo se entendían bien. Ambos querían lo mismo: perpetuarse.

La leyenda de Suárez traidor a los suyos crecía entre las huestes de la derecha ultramontana. Él y sus fontaneros habían conseguido aprobar la Ley para la Reforma Política, sometida a referéndum el 15 de diciembre de 1976 y promulgada el 4 de enero de 1977. El camino hacia las elecciones estaba asfaltado de trampas y bombas. Suárez no se amilanó. Lo impedía su carácter aventurero, decidido, ligeramente chulesco, y su osada ignorancia. Todo le salía bien. Era un hombre tocado por la suerte. El 15 de junio de 1977, primeras elecciones democráticas, ganó UCD -sin mayoría absoluta-, su formación que tantos dolores de cabeza le acarrearía. La Constitución de 1978, referéndum llevado a cabo el 6 de diciembre de 1977, culminó esta etapa de reformas jurídicas no exenta de rumores de involución y de la estrategia de tensión de ETA.

Dicen que el rey no tiene amigos. Y que sus fidelidades varían según intereses y conveniencias. Suárez ganó de nuevo, tercer mandato, las elecciones de marzo de 1979. El PSOE y el PCE crecieron municipalmente, un mes después, y las principales capitales pasaron a ser gobernadas por coaliciones de estos partidos. Suárez, al pie de los caballos. Crisis económica y dificultades, tanto por el crecimiento de la oposición como en el seno de su formación, mellan la autoridad de este ángel negro, hermético. Los militares presionan ante la escalada, acción-represión-acción, de ETA.

Como Gary Cooper en Solo ante el peligro, Suárez, pulcro, recién afeitado, cansancio en la mirada, dimite el 29 de enero de 1981. Las razones no están claras aunque parece que influyeron diversas circunstancias: pérdida de la confianza del rey, que se siente atacado por la debilidad del Gobierno, hostilidad militar y las maniobras de los democristianos de UCD que intuyen que su futuro está en AP, antecedente del PP. El 23 de febrero, fecha del golpe de los charoles (tantas dudas por resolver), Gutiérrez Mellado, vicepresidente y superior militar, se enfrentó a Tejero. Carrillo permaneció sentado, vergüenza torera comunista, mientras el resto, incluidos González y Guerra, futuros adalides de la modernidad, susurraban bajo los escaños con el rostro de piedra pegado al suelo.

Adolfo Suárez, boxeador sonado de dignidad, jugador y perdedor, mantuvo la gallardía legal. No había salido de Ávila, estudiado por libre, sufrido humillaciones de sus superiores, rendido pleitesía, engañado y mentido, flirteado con la vida, legalizado al PCE, ganado elecciones y alcanzado la gloria, él, el muchacho de Cebreros, para que un acartonado benemérito, “un rumor de siemprevivas / invade las cartucheras”, le quitara un ápice de prestigio a su trayectoria. Suárez se puso de pie. Estaba en juego la Historia, su virilidad de descreído falangista, sus maneras de galán antiguo. Quizá lo hizo por él, por mantener su sombra en el espejo. Es posible. En ocasiones, un gesto puede justificar una vida de impostura.

El resto es silencio y descarrilamiento. El lánguido intento del CDS, tres veces diputado por Madrid, la complicidad, hasta la muerte en 1991, de su último escudero Rodríguez Sahagún, cáncer en su familia (su mujer Amparo Illana y su hija Marian fallecieron), y su atroz dolencia. El rey, cuando ya no molestaba, le concedió, junio 2007, el Collar de la Orden del Toisón de Oro. Adolfo Suárez ya se había ido al otro lado de la conciencia: el lugar del silencio.

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