Si los pactos que han propiciado la elección de los nuevos alcaldes se hubieran celebrado en año de sequía (como el 2000, 2002, 2005 o 2007) habrían girado en torno a un tema central: el agua.
Durante esos años la escasez de agua llegó a provocar la limitación del agua de riego en muchas explotaciones agrarias, la prohibición de su uso lúdico y ornamental e incluso severas restricciones en el suministro urbano a numerosos pueblos y ciudades.
Los telediarios abrían con las imágenes de los camiones cuba llenando aljibes y balsas de riego, campos de cultivo cuarteados y resecos o piscinas vacías en pleno mes de agosto. Nuestra memoria meteorológica es mínima, pero en aquellos años el debate en torno al Plan Hidrológico encendía las tertulias y lemas como “Agua para todos” o “El agua es vida” colgaban de los balcones de los ayuntamientos enfrentando a comunidades vecinas.
Y es que el debate del agua en este país ha funcionado siempre a empujones. En España no hablamos del agua: nos la reprochamos. Por eso, y de la misma manera que los incendios se apagan en invierno, es conveniente debatir sobre la gestión del recurso agua con los pantanos llenos. Porque en este debate, cuando la sequía entra por la puerta, la razón y el sentido común saltan por la ventana.
Todos los que amamos la naturaleza sentimos una atracción especial por el agua. Y todos los que nos acercamos al tema del agua con voluntad de llegar a entender su extraordinaria complejidad acabamos prendados de ella. Quizá sea esa pasión por el agua la que impida acometer un debate sereno sobre su gestión en los tres ámbitos que la atañen: el agua naturaleza, el agua recurso y el agua sentimiento.
Los pactos del agua deben acometerse desde la base de que estamos hablando de un recurso esencial para la vida, reconocido por Naciones Unidas como derecho humano. El agua es la vida, por eso el acceso al agua básica (los 40 litros por persona y día que establece la ONU) debe ser un derecho universal de la ciudadanía. Ningún ciudadano sin agua básica. Ninguno. Pero los pactos del agua deben reconocer asimismo que se trata de un recurso igualmente esencial para el mantenimiento de los ecosistemas (el agua naturaleza) y de los lugares, su cultura y sus paisajes (el agua sentimiento).
Agua como patrimonio común y de carácter público. Pero siempre desde la premisa de un uso racional del recurso y una gestión responsable que proteja y ampare los ecosistemas acuáticos y permita restaurar el medio ambiente. Algo que no va a resultar fácil ante el dilema climático al que nos enfrentamos.
Los expertos en cambio climático van perfilando cada vez con mayor precisión el escenario hacia el que nos dirigimos ante el acelerado ritmo de calentamiento global que sufren las temperaturas del planeta. Un escenario en el que el recurso agua va a sufrir importantes cambios de disponibilidad. Va a llover lo mismo, pero no va a llover igual. Los climatólogos anuncian que los episodios extremos se van a acentuar en el área del mediterráneo, donde las sequías serán cada vez más severas dando paso a períodos de precipitaciones intensas que provocaran grandes inundaciones. Ante este escenario es necesario aunar voluntades y sumar conocimientos para afrontar el riesgo con las máximas garantías de éxito.
Los pactos del agua deben convocarse desde la voluntad de eludir ese riesgo compartiendo conocimiento, colaborando, innovando conjuntamente y trabajando en red. Pero deben convocarse antes de que el riesgo llegue a dar paso al conflicto. Porque los conflictos por el agua van a llegar y en ese momento, cuando la razón y el sentido común salten por la ventana, brotaran las pasiones y será imposible alcanzar pacto alguno.