Las últimas decisiones del juez Llarena sitúan a Catalunya (y posiblemente a España) en un auténtico atolladero, un callejón sin salida de consecuencias muy difíciles de prever. La Generalitat está en manos del PP –sexto partido del Parlament, actualmente en el grupo mixto- mientras que el Parlament está bloqueado porque hoy existe una mayoría soberanista que no es operativa, porque sus integrantes no están de acuerdo en casi nada, excepto el objetivo final, cada vez más difuso. Los únicos partidarios de una tercera vía pactada –Podemos y su franquicia catalana, Catalunya en Comú- tienen sombrías perspectivas electorales.
La política española se está enroncando en una carrera desbocada del PP y Ciudadanos para ver quien tiene más músculo patriótico, lo que al parecer no pasa por mejorar la vida de los españoles, sino por exhibir más fobia anticatalana, más autoritarismo y menos respeto a los derechos civiles. Mientras tanto, el gobierno español sigue sin presupuestos, la arbitrariedad del poder judicial escandaliza a medio mundo (incluída la ONU, desde ayer), y se ensancha el abismo emocional entre una gran parte de la población catalana –no sólo independentista- y las instituciones de la democracia española.
El independentismo catalán demostró bisoñez y falta de cálculo en los acontecimientos de octubre. En diciembre recibió el inesperado premio de una nueva mayoría absoluta, que ha gestionada con enorme impericia, en parte por la ausencia de liderazgos fuertes y la presión de los jueces. Pero todo esto no faculta al Estado para imponer a Catalunya un estado de excepción y un ambiente de represión generalizada que quita argumentos a los partidarios de una solución negociada, que son bastantes, a pesar de que desde Madrid no ha llegado un sólo mensaje que permita pensar con optimismo.
Es difícil prever qué ocurrirá en la política española; pero en Catalunya sería deseable –y es más probable que hace unas semanas- una unidad estratégica entre las formaciones políticas contrarias a la aplicación del artículo 155 y a la represión del Estado. Ayer mismo, Junts per Catalunya, ERC, la CUP y los Comunes hicieron un llamamiento a la unidad. Esta improvisada coalición no puede ser sólo defensiva; debe de intentar sentarse y llegar a acuerdos concretos que aseguren mayorías fuertes y permanentes en las principales instituciones catalanas. Es la única posibilidad de recuperar la iniciativa democrática. Esto obligará a descartar maximalismos, graduar los plazos y moderar los tonos, pero las circunstancias exigen a todos los actores una suprema demostración de generosidad. Por desgracia, no es posible contar con el PSC en este bloque, pues el temor a los zarpazos electorales de Ciudadanos atenaza a Miquel Iceta y a su equipo.
Y un último dato: habrá que prestar mucha atención a la reacción de la calle, en un momento de fuerte emotividad. Los partidos catalanes (todos ellos) pasan por un momento de descrédito, y su representatividad está más que cuestionada. El mapa político catalán está saltando por los aires, y no sólo por los excesos del juez Llarena.