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Alcarràs

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Los cines son espacios para la magia. Allí dentro, en la oscuridad de la sala, tan oscura como la boca de un lobo, la realidad queda suspendida. Todo aquello que perturba el espíritu y la vida —la prisa, el trabajo, las obligaciones familiares, el polvo que todo lo ensucia y ensombrece— no existe. Cuando entro en una sala de cine, cuando me siento y se apagan las luces, es como si estuviera en una burbuja. ¿No les pasa a ustedes? Me siento tan excitada, tan abierta al mundo, tan dispuesta a ver y escuchar todo lo que esa película tenga que decirme que el resto poco importa. Y si voy al cine con mi hijo, es todavía mejor. Su inocencia, su expectación infantil se me contagian y nos quedamos los dos quietos en la butaca, pasmados ante la inmensidad de la pantalla, dos estatuas de piedra presas de un hechizo hasta los títulos de crédito. Me gusta pensar que es justo en la sala de cine donde dejo el cinismo de lado y me entrego ciegamente. No hay plataforma ni televisor de infinitas pulgadas que me haga vivir algo parecido a lo que siento en la sala de un cine. Hay veces que la emoción es tan grande, tan grande el deseo de descubrir la historia que me han brotado lágrimas con el primer fotograma. Se me ponen unas mariposillas, unos insectillos voladores en la barriga y me tienen así en vilo, como colgada de una tanza. Si la película, además, es buena, si al verla siento que me está hablando a mí, que me dice cosas de mi propia vida o de la gente con la que la comparto, entonces ya no soy una estatua sino un cuerpo derretido en el asiento. Todo lo que queda de mí es un charco sin forma, toda fundida y vulnerable.

La noche que salí de los cines Avenida de Sevilla después de ver Alcarràs —un anochecer cálido de principios de mayo, con su leve brisa y el aroma a azahar todavía en el ambiente impregnando la calle—, había tanta gente en las aceras que, en mi ensimismamiento peliculero, me chocaba con unos y con otros atarantada como estaba por la historia que Carla Simón acababa de contarme. Recuerdo que había quedado con mi hermano y su novia, que cenamos por ahí y yo hablaba atropelladamente de la película como si pudiera resumir dos horas en unas pocas palabras entusiastas. Aquellos días andaba leyendo el Tríptico de la tierra de Mercè Ibarz y las frases del libro se me mezclaban con lo que acababa de ver: «La jornada de trabajo en la tierra no deja de alargarse, todos los días del año. Sale el sol y tractores, motos y coches se encienden y ya no paran, como en un hormiguero. Se acabaron los desayunos de una hora, ni en casa ni en el campo, lo mismo que las meriendas. Pero no quiero que el frenesí y nerviosismo del presente se coman la memoria y el recuerdo…». 

Pensaba en eso «el frenesí y el nerviosismo del presente», las prisas, la urgencia con la que vivimos, vemos, leemos, consumimos cultura. Esas dos horas en la sala de cine me habían dejado aturdida, sí, pero también llena de calma. El cielo y la tierra, todo junto, el horizonte tan abierto del campo, los árboles con sus raíces clavadas a la tierra como en un óleo, los melocotones, la luz colándose por las ramas, por los troncos, por las ventanas de esa casa en medio de la nada y en el centro de la vida de una familia que en nada se parece a la mía pero que podría serlo. Más allá del cosmos familiar, de todos los silencios y las tensiones que el cuerpo aguanta, lo que más me emocionó y llegó fue el Quimet de Jordi Pujol Dolcet. Quimet era mi padre, ajado por la vida y por un trabajo feroz desde la infancia, que había hecho de su cuerpo algo torpe y herido, su cuerpo era un dolor en sí, un dolor que no se acaba nunca. Las lágrimas de Quimet, lágrimas de impotencia, de soledad, de vivir en un mundo que no entiende del todo y para el que quizá no tenga herramientas, son las de mi propio padre. Alcarràs es una película política porque con algo aparentemente sencillo y cotidiano construye la historia de nuestro presente, el del nerviosismo y el frenesí que decía Ibarz, un presente donde nadie parece encontrar su sitio, ni los viejos ni los jóvenes. 

También pensaba en el abuelo de esta historia y en mi propio bisabuelo, que vivió y sufrió las represalias en la guerra, que perdió a un compañero, a muchos compañeros, que huyó como un fugitivo algunos años y acabó en la cárcel, historias que están en muchas de las casas españolas, en las familias. Unas se narran en voz bajita, otras desaparecen con los muertos y algunas se cantan como en Alcarràs: «Si el sol fuera un jornalero / no madrugaría tanto / si el marqués tuviera que batir, / ya nos habríamos muerto de hambre / yo no canto por la voz / ni al alba, ni al nuevo día / canto por un amigo mío / que por mí ha perdido la vida». 

Quise escribir sobre Alcarràs la primavera pasada cuando la vi, pero había demasiados artículos sobre la película, demasiadas impresiones. Ahora que han sido los Goya me apetecía retomar el hilo y pensar en la mirada de Carla Simón como algo único, político y emocionante que habla de nosotros como individuos y como sociedad. Hay un poema de Szymborska que se llama “La vida breve de nuestros antepasados” y que me recordaba a la historia de Alcarràs, a todo lo que quiere retener Simón en sus luminosos fotogramas, a las historias de los viejos y a las de los jóvenes: «La vejez era privilegio de árboles y piedras. / La infancia apenas duraba lo que un lobo es cachorro (…) El hijo se hacía hombre bajo la mirada del padre. / Los ojos velados del abuelo veían nacer al nieto (…) No existe alegría sin una sombra de miedo, / y no hay desaliento sin un atisbo de esperanza. / La vida, por larga que sea, será siempre muy breve. / Demasiado breve para añadirle algo».