El Ensayo de la Ceguera de José Saramago me golpeó como una historia de horror. Con los años, le encontré otras capas y otros sentidos, pero a los 18 años sólo sentía angustia. Tuve pesadillas en las que despertaba en un mundo de nubes, rodeada de algodones, incapaz de ver algo que no fuese blanco.
Pasé varios días en desasosiego, pensando qué cosas extrañaría si de pronto algo me cegaba. Ganaron los libros. Extrañaría la mirada sobre las páginas, las horas sumergida en historias con el poder de alegrarme o angustiarme. Extrañaría la belleza de la palabra leída.
Quienes vamos por la vida con los cinco sentidos casi intactos –quizás un poco miope, quizás un poco sorda– casi no nos detenemos a pensar en perderlos. Tampoco pensamos en las herramientas de quienes no ven o no escuchan hasta que nos encontramos con alguien con bastón y lentes esperando para cruzar la calle o vemos gesticular a dos personas, concentradas en su conversación en lengua de señas. O, de repente, un cuento, una película o una canción nos despiertan la empatía hacia el otro que no escucha, que no ve. Y, de pronto, empezamos a ver los puntitos en los botones del elevador y a palpar los relieves en las monedas. Y nos preguntamos por qué otros elevadores no tienen esos puntos, esa información en braille que a nosotros no nos dice nada, pero a varios le dice a qué piso van.
El sistema de puntos en relieve no es tan sólo una herramienta que lleva la información más prosaica o la belleza de la poesía a las yemas que lo conocen; durante un par de siglos ha sido la mejor herramienta para conquistar espacios de independencia. Los ciegos, sin oficio, aislados del conocimiento que no les fuera contado o leído, con la popularización del braille superaron una desventaja y entraron al mundo de información que ofrece la lectura.
Antes de que Louis Braille llegara al alfabeto definitivo, muchos otros inventaron formas de lectura para ciegos. El jesuita italiano Francesco Lana de Terzi publicó, en 1670, un libro llamado Pródromo donde entre muchas invenciones está un alfabeto para gente ciega, basado en guiones en relieve, para ser reconocidos al tacto.
En Francia, más de un siglo después, Valentin Haüy inventó otro sistema de lectura. En 1784, Haüy dio una limosna a un muchacho ciego. El chico, François Lesueur, le dijo que se había equivocado: al sentir la moneda con las yemas de sus dedos notó que su valor era muy alto. Lesueur fue el primer alumno de Haüy, quien grabó en hojas de papel grueso las letras del alfabeto en altorrelieve, en tamaño muy grande. Tocando esas grandes letras sobre el papel, Lesueur aprendió a leer. Después, Haüy fundó en París la primera escuela para ciegos y consiguió que sus estudiantes aprendieran oficios y comenzaran a ser contratados como trabajadores.
Más de treinta años después, el militar Charles Barbier de la Serre inventó un alfabeto para que los oficiales franceses pudieran escribir sin necesidad de una lámpara. Era un sistema de puntos en relieve, hechos con buril, para leerse con las yemas de los dedos. En 1819 lo presentó en París y se dio cuenta de que los ciegos podían usarlo. Su alfabeto eran una representación de fonemas –sonidos– del francés. Eran doce puntos en un cuadrado. Un par de años después, la Real Institución para Jóvenes Invidentes adoptó su sistema y descartó el de Haüy.
Louis Braille tenía 13 años cuando empezó a aprender el método de Barbier de la Serre en la Escuela de Ciegos y Sordos de París. Braille lo simplificó: de doce puntos lo pasó a ocho. Años después, lo simplificó hasta dejarlo en seis. Y ya no eran fonemas: ahora eran letras, signos de puntuación y números.
De la empatía de Valentin Haüy nació la preocupación de una sociedad, la francesa, por educar e integrar a la sociedad a los niños que no podían ver. Del ingenio de Barbier de la Serre, el sistema binario que nació para la guerra y terminó en las escuelas. Y de la cabeza de Braille, la simplificación del alfabeto para que fuese más fácil su aprendizaje.
Pero hoy no basta conocer un alfabeto y tener acceso a libros en braille. Quienes tienen discapacidad visual también necesitan manejar bien un ordenador o un teléfono inteligente. A veces parece que las nuevas aplicaciones lo hacen todo más fácil: unas leen un texto impreso al que se le ha sacado una foto o describen, como Tap Tap See, un objeto fotografiado. O los mayordomos virtuales, como Siri o Alexa, que responden en voz alta a nuestras preguntas. Hay que recordar que las tecnologías nuevas son caras y que el precio es una barrera que no todas las personas pueden franquear.
Quizás por mi condición de lectora silenciosa, quien prefiere imaginar las voces de los personajes y a quien los audiolibros no la han enganchado, siento que confiar el futuro de la lectura de los ciegos a los sistemas que leen por ellos es quitarles parte del placer de leer. El disfrute silencioso y solitario del encuentro con las palabras. La tecnología existe: máquinas que generan textos en pantallas, pero son muy caras. Quizás falta un nuevo Braille, alguien que integre de una forma simple al alfabeto con el mundo de las pantallas. Alguien que haga con el braille lo que Louis Braille hizo con el sistema de Barbier de la Serre. Quizás ese alguien se llama Katherine Cagen, ingeniera graduada en Harvard, quien hace cinco años inventó una pantalla braille simple y más barata a la que llamó Ferrotouch. Pero desde entonces no ha habido noticias. Quizás alguien más pronto llegue con otra alternativa.
Con los años me he ido olvidando de la angustia que sentí al leer el Ensayo de la Ceguera y a veces caigo en cuenta de que olvido pensar en ese otro. Hoy me sorprendo mirando los puntos en relieve sobre los botones de algunos elevadores y pensando que a veces olvido para qué están ahí. El 4 de enero, fecha del nacimiento del inventor, es el Día Mundial del Braille y se ha convertido en un pretexto para pensar en la importancia del alfabeto que se lee con la punta de los dedos. Quizás, a partir de ahora, pueda servir para empezar una búsqueda de pantallas y teclados que sumerjan a los ciegos en el mundo de la información digital.