En 2016 la Fundéu decidió elegir ‘populismo’ como la palabra del año 2016, engrosando una lista con otros términos ganadores de la distinción como ‘selfi’, ‘refugiado’ o ‘escrache’. No se sabe todavía la palabra del año 2017, pero seguro que tras este verano ‘turismofobia’ se posiciona como reina del trono estival y candidata a todo a final de año. Un concepto que sin duda ha irrumpido con fuerza, pero cuya esencia ha existido desde siempre para las personas que sufrimos racismo.
Airbnb, la plataforma acusada de potenciar la turismofobia, es el mayor ejemplo de cómo a la hora de acceder a un alojamiento, incluso cuando es por unos días de vacaciones, la discriminación racial está muy presente. Greg Selden, un chico negro estadounidense, hizo una prueba bastante gráfica de la realidad. Cuando trató de alquilar un apartamento por unos días, la respuesta del anfitrión fue que ya no estaba disponible. Con la mosca detrás de la oreja decidió crear un perfil falso con la foto de un hombre blanco. Hizo la misma propuesta y la respuesta afirmativa del casero no dejó dudas del sesgo racial.
No es cosa solo de negros. Dyne Suh, una chica de origen chino, también quiso alquilar un apartamento en Airbnb. La respuesta de la anfitriona, casualmente fan de Donald Trump, fue la siguiente: “No te lo alquilaría ni aunque fueras la última persona sobre la Tierra. Una palabra lo dice todo: asiática”. La denuncia de Suh dio pie a la primera sanción de la compañía a una casera por racismo: 5.000 euros de multa y la obligación de participar en un curso de estudios asiático-americanos.
Airbnb es ahora mismo la punta de lanza del turismo, pero antes de existir la plataforma los casos de racismo en el acceso a la vivienda campaban (y siguen campando) a sus anchas. En un reportaje publicado hace unos años en este medio se recopilaron varios ejemplos de distintas plataformas o particulares en los que se ofrecían viviendas “solo para españoles” o en los que ponía sin pudor un “abstenerse inmigrantes”. Significativos son los anuncios de pisos “ideales para inmigrantes”, generalmente espacios pequeños, en zonas de gran concentración de población migrante y en ocasiones concebidos para una sobreocupación.
Aquí un servidor se ha tenido que enfrentar a propietarios que con solo oír Mohamed al otro lado del teléfono sospechosamente pasaban a tener la habitación alquilada. A una que directamente me dijo que no quería a gente como yo en el piso. Inmobiliarias que con solo verte entrar se quedan sin viviendas que arrendar. Casi prefieres que te digan un “lo siento, no alquilo mi piso a negros” porque al menos estarían siendo directos. Pero lo único claro es que este sector económico estaría famélico si los únicos clientes fuésemos quienes sufrimos racismo.
Todos estos casos radican en dos hechos que van más allá de Airbnb, Idealista, inmobiliarias, anfitriones o caseros, y es el racismo sistemático existente en la sociedad. Por un lado, estos problemas que se ven en el ámbito de la vivienda aplican los mismos principios que impulsan la discriminación racial en espacios como el ocio, la sanidad. La aversión a todo lo diferente o achacar cualquier hecho negativo que provenga de las personas no blancas al color de piel, y no a otros factores económicos, sociales o culturales se sitúan en la cúspide del problema.
Por otro, y aunque la problemática tenga la misma base que en otros espectros, las consecuencias son especialmente duras cuando se trata del acceso a la vivienda. Se trata de uno de los pilares de la Declaración Universal de los Derechos Humanos pero, lo más importante, es uno de los elementos que garantiza la dignidad de las personas. Ese simple comentario en un post de internet que pide que se abstengan inmigrantes provoca que alguien se vea obligado a vivir más lejos de su puesto de trabajo de lo que le gustaría, a pagar más cuando podría ser menos o a pasar los días en una zona de la ciudad que no le corresponde.
El sesgo racial al ir a alquilar o comprar una vivienda nos convierte a quienes sufrimos racismo en ciudadanos de segunda por no tener pleno acceso a este derecho básico. Y eso no se cura matando a Airbnb o a la turismofobia, sino acabando con el racismo.