La amabilidad

29 de septiembre de 2024 21:57 h

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Era el año 2010, acababa de entrar como becaria en la Cadena SER y estaba tan perdida como cualquier adulto en ciernes lanzado al mundo laboral. Me habían seleccionado con una beca en el programa ‘A vivir que son dos días’, y allí trabajaba la periodista Sara Vítores, siempre frenética, optimista y entusiasta. Sara proponía temas y enfoques que se salían de la monotonía informativa, sin perder nunca ni un ápice de rigor. Una tarde se sentó a mi lado en la redacción. No le había pedido ayuda, pero me la ofreció. Y durante más de media hora me contó cómo hacer un buen reportaje radiofónico, cómo ensamblar los cortes (así llamamos a los fragmentos de audio), cómo mantener el ritmo de atención, cómo alternar de un modo natural el texto y el sonido, cómo acortar frases para que aquello no pareciese una insufrible homilía. Fue un máster gratuito que me regaló sin otro motivo que la generosidad. La semana pasada Sara Vítores falleció por un cáncer y volvió a mi cabeza esa conversación que tantísimo me valió en mi carrera. 

Quizá la barrera más frecuente a la hora de desplegar nuestra amabilidad es la falta de tiempo, o más bien, la suposición de que no tenemos tiempo. Vamos por la vida con tanta urgencia que apenas nos fijamos en nosotros mismos, cómo para fijarnos en las necesidades de los demás. A veces también nos vemos inhibidos por el miedo a cómo pueden percibir nuestras acciones. A mí me pasa, por ejemplo, al ofrecer ayuda a un anciano. Me frena que piense que le estoy tratando con condescendencia. Y en el caso extremo están los que directamente sienten rechazo por la amabilidad como emoción.  Les parece un síntoma de debilidad, un concepto vacuo e infantil, una hipocresía, la hermana floja de la compasión, un sentimiento del que desconfiar, simple y puro “buenismo”. 

“La bondad se ha convertido en nuestro placer prohibido”, escriben la historiadora Barbara Taylor y el psicoanalista Adam Phillips en su ensayo ‘On Kindness’. “Si anhelamos la bondad con tanta intensidad, ¿por qué es un placer que a menudo nos negamos? ¿Y por qué, a pesar de nuestro anhelo, a menudo desconfiamos cuando nos toca recibirla?”, afirman. 

Nuestro deseo de ser amables es en realidad egoísta, en cierto sentido.  Cuando cedemos nuestro asiento en el metro, cuando le sostenemos la puerta a una persona, cuando le compramos algo de comer al chico que pide dinero en la puerta del supermercado, cuando colaboramos con una ONG, cuando donamos nuestra ropa, cuando le preguntamos a un compañero de trabajo si necesita algo, en todas esas acciones podemos sentir una cálida sensación de satisfacción personal. Escribe Sigrid Nunez en ‘Los Vulnerables’ (Anagrama) que “para aliviar el estrés y la ansiedad, para consolarte en el duelo, la tristeza y la pérdida: busca a alguien que necesite tu ayuda”.  

A mí Sara Vítores me dio dos regalos casi milagrosos, por poco habituales: tiempo y atención. Y lo hizo desinteresadamente. No pretendo ser moralizante con esta columna, pero en esta era de histeria y rabia creo que merece la pena recordar que un acto de bondad o amabilidad inesperado puede desarmarte, e incluso puede marcarte la vida.