El Estado de las Autonomías es la tercera experiencia constitucional de descentralización política en la historia constitucional de España. La República Federal fue la primera. El Estado “integral” fue la segunda. Ambas se iniciaron tras el exilio de Isabel II y Alfonso XIII respectivamente. La quiebra de la “Monarquía española”, que es como definen a la institución monárquica las Constituciones del siglo XIX, empezando por la de Cádiz, fue el presupuesto de ambas experiencias.
La Monarquía española se había caracterizado, en primer lugar, por la imposibilidad de convivir en el mismo texto constitucional el principio de legitimidad propio del Estado constitucional en el siglo XIX, la “soberanía nacional”, con el “principio monárquico”. La Monarquía reacciona frente al reconocimiento constitucional del principio de soberanía nacional, aniquilándolo como hizo Fernando VII, o sustituyendo dicho principio tal como figuraba en las constituciones de 1837 y 1869 por el principio “monárquico constitucional” de las constituciones de 1845 y 1876. La Monarquía española no fue compatible con la soberanía nacional.
En segundo lugar, la Monarquía española se caracterizó porque únicamente aceptaba el Estado unitario y centralista como “su” forma de Estado. La radical incompatibilidad con cualquier forma de descentralización política, que se proyectaba incluso al ámbito municipal, es otra característica esencial de dicha Monarquía.
No puede extrañar, en consecuencia, la inversión de ambas características que se impondría con la quiebra de la Monarquía tras la Revolución de 1868 y tras las elecciones municipales de abril de 1931. El principio de legitimidad propio del Estado Constitucional se afirmaría sin reserva de ningún tipo y se impondría la descentralización política del Estado. El Estado unitario y centralista no podía ser la forma de Estado de la democracia española.
La Constitución de 1978 es la primera de nuestra historia en la que conviven el principio de legitimación propio del Estado constitucional (art. 1.2 CE) y el principio monárquico (art. 1.3 CE) y en la que el principio de “unidad política del Estado” resulta compatible con el “reconocimiento del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran España” (art. 2 CE).
Con base en el equilibrio más o menos estable entre estos principios se ha construido, bajo la forma de una Monarquía parlamentaria, un Estado social y democrático de Derecho, por un lado y un Estado de las autonomías, por otro. El Estado sobre el que tenía que descansar la Monarquía tenía que ser un Estado democrático y social y un Estado autonómico. La democracia española exigía la descentralización política. Esta era la condición sine qua non para la supervivencia de la Monarquía.
Hasta la combinación de la crisis económica de 2008 que hizo tambalearse el “pacto social constituyente”, con la crisis territorial del 2010 como consecuencia del naufragio de la reforma del Estatuto de Autonomía de Catalunya, que ha hecho más que tambalearse el “pacto constituyente autonómico”, la convivencia de la Monarquía y la Democracia parecía estabilizada.
Ya no es así. La convivencia se mantiene, pero hay grietas perceptibles en la misma. Singularmente en lo que a la relación de la Monarquía con la Constitución territorial se refiere. La Democracia española sigue siendo imposible sin la descentralización política. El Estado unitario y centralista sigue sin poder ser la forma de Estado de la democracia española.
La amenaza de un posible “Gobierno del 155”, que reduzca la Constitución Territorial al 155 para Catalunya, puede hacer saltar por los aires, caso de materializarse, el equilibrio entre los principios constitucionales que propició el constituyente de 1978. Esto es, en mi opinión, lo más importante de lo que va a estar en juego en las elecciones de abril y mayo.