Amores de fantasmas
Si algo me sedujo siempre de Sofia Coppola es que casi todas sus películas son sobre un tema del que nos hemos cansado de opinar (qué se siente ser una chica en este mundo) y, así y todo, ella hace un cine que opina poquísimo. En algunas películas (Las vírgenes suicidas, su ópera prima, me parece el caso más claro) esa abstinencia férrea del comentario se ha leído mucho como una suerte de vindicación velada: es lógico, tal vez, ver un engolosinamiento en los bellísimos planos detalle de jovencitas híperfemeninas, cierto regodeo en la sensualidad de la inocencia y la poesía de la languidez. Quizás lo más interesante de Priscilla, su último trabajo, no es solo que perfecciona (con la inteligencia de siempre y una madurez nueva) esta forma sutil de hacer un cine sobre mujeres con preguntas y contradicciones antes que tesis, sino que la precisión que alcanza su tono aquí echa luz también sobre sus películas anteriores y nos invita a verlas de vuelta con los ojos más abiertos, o menos encandilados por el rosa Tumblr.
Priscilla, que sigue el trayecto de la vida de Priscilla Presley desde que conoce al ídolo hasta que lo abandona, empieza con esas imágenes características de la obra de Coppola: planos cortos de un par de piecitos diminutos caminando una alfombra de peluche con las uñas pintadas de rojo, otro par, esta vez de ojos azul oceánico, abriéndose casi con esfuerzo por el peso de unas pestañas tupidas como pastizales, los piecitos otra vez deslizándose sobre unos tacos blancos y puntiagudos que quedan un poco demasiado grandes, se caminan con un milímetro más de esfuerzo del que determinaría la elegancia absoluta.
A medida que avanza la película, esas imágenes que ya venían con cierto humor en su estética exagerada de algodón de azúcar se van revelando siniestras sin más ayuda que la de la trama y la caracterización: alcanza con mostrar a Priscilla como lo que era, una nena de quince años disfrazada de mujer (a diferencia de lo que nos acostumbramos tanto a ver en Hollywood, con mujeres de veinticinco haciendo de tener quince para instalar la idea de que una chica de secundario se ve como un sex symbol y no como una púber de carita redonda), llevada y traída por distintos tipos según el caso, para que todo ese bling bling que rodea a la heroína se sienta tan glamoroso como el maquillaje de un cadáver.
Sofía Coppola escribió "Perdidos en Tokio": es perfectamente capaz de escribir conversaciones inolvidables, de esas que dejan el amor sin lugar a dudas, esas que muestran por qué dos personas tenían que encontrarse
Otra cosa que pensé, que le da a la película una actualidad muy específica, es el modo en que Coppola muestra toda esa parafernalia (la mística de la femineidad) a lo largo de la película, vinculada tanto al juego de una niña que disfruta de maquillarse como lo disfrutan muchas nenas como a la dominación que ejerce Elvis sobre ella eligiéndole la ropa y el peinado, convirtiéndola en su muñequita perfecta: en una época en que parece que las dos posiciones disponibles sobre la industria de la moda y la belleza son a favor o en contra y son mutuamente excluyentes (o bien es divertida, y no me hace ni menos feminista ni menos independiente; o bien es nociva, hace daño y deberíamos combatirla), la intervención sottovoce de Sofía Coppola es mostrar que es las dos cosas, y que una cara no existe sin la otra: ponerte linda es divertido no porque sea una manualidad cualquiera, sino en parte también por lo que produce en la mirada masculina y el placer que nos produce ser objetos de deseo; como casi todo en esta vida, es divertido porque te hace mal, y no tendría tanto potencial de hacerte mal si no fuera tan divertido. Es una crítica mucho más lúcida al feminismo liberal de “yo me hago lo que quiero y eso no tiene ninguna importancia” que muchas otras más explícitas que circulan hoy en diversos textos y obras feministas
Pero más allá de lo que logra mostrar la película sobre la belleza y sobre las relaciones de poder, creo que lo que más me impactó es lo inteligente que es sobre el amor. Sofía Coppola escribió Perdidos en Tokio: es perfectamente capaz de escribir conversaciones inolvidables, de esas que dejan al amor sin lugar a dudas, esas que muestran por qué dos personas tenían que encontrarse, por qué son especiales y únicas la una para la otra más allá de lo sexual, más allá de las parejas y sus circunstancias, más allá de todo lo que no sea eso que pasa entre dos personas cuando simplemente se entienden.
Pero en Priscilla no hay ninguna conversación así: no hay nada que nos haga pensar que Elvis y Priscilla son el uno para el otro, nada que ponga en evidencia que hablamos de una historia de amor culturalmente icónica, salvo el hecho de que ellos lo creen con fervor. Él le dice que ella lo entiende como nadie, pero nunca queda claro qué entiende ella más allá de que él se siente solo (cosa que le dice explícitamente); ella no parece entender demasiado sobre su música o el cine que hace o quiere hacer, nunca le dice nada particularmente ingenioso; nunca los vemos compartir un gusto o una idea, no los vemos encontrarse en nada más que en las ganas desesperadas de encontrarse.
No queda claro (otra vez: Sofia Coppola no opina) si la película piensa que estas dos personas sencillamente no estaban enamoradas, que estaban enamoradas de espejismos, ella del ídolo, él de la niña eterna, o si todos los amores son exactamente eso, amores de fantasmas; yo creo que hay mucho de lo primero en la película, pero también una inquietud sobre lo segundo, y así, en otro rasgo rabiosamente actual y pertinente de Priscilla, una pregunta por la posibilidad del amor en un mundo que quiere que todo sea siempre de verdad, un mundo que le tiene tolerancia cero a la fantasía.
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