Anda con Dios

0

Mi abuelo lo decía mucho: “Anda con Dios, hombre”. Cuando se cruzaba con algún conocido, al despedirse, siempre mandaba a todo el mundo a andar con Dios. Daba igual quién fuera, todo el que se paraba a hablar con él volvía a casa con la bendición a cuestas. Una vez le pregunté qué significaba aquello; yo lo entendía como si les deseara la muerte, o algo por el estilo, porque mi abuelo era de esos murcianos de la huerta que hablan con los amigos como si estuvieran enfadados. En mi tierra, la mala follá es proporcional a la confianza con el otro. Era un ateo de pueblo, de los que no creían pero no lo decían en voz alta porque son tan ateos como supersticiosos; bueno, y supongo que por una imposición ecosistémica. Mi abuela, en cambio, que nació en el 40, era como esa niña de 'La hora de los valientes' de Fernando Fernán Gómez que durante la República se hubiera llamado Libertad, pero que en el franquismo la llamaron Carmen; una devota superviviente y repostera de posguerra de manos cálidas y ojos oscuros; no sé a quién habré salido pero a ella no. Cuando era niño llegué a pensar que ella rezaba por los dos, para compensar las blasfemias de mi abuelo; cuando me hice mayor supe, definitivamente, que así era.

Con la fe me pasa un poco lo que a Tomás Cipriano de Mosquera, presidente decimonónico colombiano, del que se dice que llegó a decir “no creo en la religión católica, que es la verdadera, menos voy a creer en las musarañas de los protestantes”. A mi abuela –a mis abuelas– les habría hecho ilusión que su nieto fuese tan correligionario como lo eran las vecinas del barrio, el párroco o incluso mi madre; lo que obtuvieron, en cambio, fue un ateo espiritual que se pregunta con un temor heredado a Satanás si en el infierno le dejarán fumar o tendrá que salir a la puerta. Mi abuelo tuvo que explicarme que anda con Dios es como decir echa por la sombra, es desear al otro un buen día sin que ello tenga que significar que uno sea creyente, católico, apostólico y esas historias. Con el tiempo descubrí que también rezaba, a veces, e iba a misa, solo para que mi abuela se quedase tranquila; a ver quién iba a controlarle el tabaco y el vino si en el más allá los mandan a cada uno a una punta. Mientras para ella era algo indispensable, a mi abuelo Juan no le quedó más remedio que adaptarse a la tradición y no le quedaba nada mal el crucifijo asomando entre el vello blanco de su pecho.

Es por eso que siento rabia de esa apostasía casi obligatoria de la izquierda, tan folklórica como lo es un paso de Semana Santa, que no fallan una cita en el insulto a la fe, como si de algo malo se tratara, equiparando sin tapujos la creencia con la institución. Si supieran la de cristianos de extrema izquierda que pululan en los barrios, extramuros de la Iglesia, tendrían algo de vergüenza antes de citar a Marx y su famosísima frase de que la religión es el opio del pueblo, porque casi todo el mundo desconoce que, a continuación, dijo que “es el corazón de un mundo sin corazón”. Tengo la misma fe en el Dios católico que en Eleggua, Obatalá, Changó y esa ristra de deidades druídico-chamánicas de la religión yoruba, en las elefantiásicas bestias divinas del hinduismo o en la panza omnipotente de Buda, es decir: ninguna.

Al tiempo que hablo de esto, y abronco a mis camaradas (y estoy seguro de que también a algún que otro lector) por el uso pueril de la fe de otros, se ha convocado una manifestación para rezar el rosario contra la ley de amnistía en la sede del PSOE en Madrid, en jornada de reflexión antes de unas elecciones europeas. De alguna forma, estos fundamentalistas (de extrema derecha) han terminado por instrumentalizar la fe de la misma forma que mi abuelo, un cenetista ácrata y blasfemo, la utilizaba cuando aún vivía: para que mi abuela, preocupadísima por dilemas metafóricos y problemas sin solución, pueda dormir tranquila. Estoy seguro de que mi abuelo, de pasar por delante de los manifestantes este sábado, alzaría la cabeza con su gesto inquisitivo y, sin preguntar qué diantres hacen, les diría, claro, que anden con Dios.