Cuando comenzó la “crisis de los refugiados”, ese eufemismo que utilizamos para suavizar el horror de la huida masiva de millones de personas de la guerra, la miseria y el terror buscando el refugio europeo, la canciller alemana defendió una política de puertas abiertas, se comprometió a acoger más de un millón de refugiados y demandó a sus socios comunitarios que caminaran en la misma dirección.
Su postura se armaba sobre la lógica económica de las necesidades demográficas, fiscales y laborales de un continente que se muere de viejo; pero, sobre todo, sobre la lógica política de parar la ola de xenofobia y racismo que atraviesa el continente con un discurso y unas políticas que desmontasen las mentiras y la paranoia que la vuelven más grande y poderosa cada día.
Los gobiernos europeos, tan dóciles y serviles a la hora de aplicar la ortodoxia económica impulsada desde Berlín, demostraron entonces una inesperada capacidad de resistencia frente a las antes inexorables órdenes de la canciller. La mayoría de esos ejecutivos conservadores contaron también con la pasividad de unas oposiciones que prefirieron dejar hacer a arriesgar unos votos. Unos y otros volvieron a hacer lo que mejor se les da: culpar de todo a Ángela Merkel. Aunque no resultaría justo responsabilizar únicamente a los políticos. La mayoría de las opiniones públicas europeas tampoco hicieron mucho por presionar a sus gobiernos, más allá de esa solidaridad de telediario que tanto nos gusta practicar.
Con un entusiasmo paranoico y un desprecio absoluto por la verdad o la justicia, los países europeos se han embarcado en una guerra de cuotas, terroristas y millones de euros que ceba a la derecha extrema con más mentiras, más odio y más xenofobia, oficial o extraoficial, hasta engordarla como a un cerdo justo antes de la matanza.
Ahora llega el tiempo del San Martín en Europa. Mientras la utraderecha se queda a las puerta de la presidencia en Austria y en cabeza para hacerse con el gobierno e Italia vota 'sí' a la continuidad del mismo régimen que proclaman detestar, el continente encara un 2017 que puede acabar siendo el año de los matarifes.
Francia afronta en mayo unas elecciones donde los franceses deberán escoger principalmente entre extrema derecha, derecha extrema y derecha de toda la vida, Holanda votará con un partido ultra en cabeza en las encuestas. Italia votará aún no sabemos bien ni qué ni cuándo. Incluso en la rica Alemania florecen para las elecciones federales discursos que no escuchaban desde hace más de setenta años. A todo esto súmese que en Bruselas no vive nadie, ni habita vida inteligente en la Comisión Europea y que en la Casa Blanca mandará Donald Trump, el mejor amigo de una derecha extrema europea cada vez mejor organizada e intercomunicada.
En todos estos países, orgullosas democracias y motores del proyecto europeo, se registra el mismo factor común denominador: el miedo a la inmigración, el temor a los inmigrantes y la demanda de blindar frente a ellos los presuntos beneficios de la supuesta recuperación económica conforman la principal fuerza que empuja los comportamientos destructivos y la irracionalidad entre sus electorados. Angela Merkel tenía razón, aunque quede raro ser de izquierdas y decirlo.