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Un año de coronavirus y otras pandemias

12 de marzo de 2021 22:32 h

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Cuando pasen los años, el 14 de marzo de 2020 será una de esas fechas especialmente señaladas para recordar qué estábamos haciendo. Porque ese día cambió nuestra vida. Lo había hecho ya pero no lo sabíamos. Llevábamos un par de meses hablando de un virus que desde Wuhan, en China, se iba extendiendo por el mundo. Lombardía, en Italia, era la primera escala de ese viaje fatal que ha llegado a infectar a 192 países de los 194 que tiene el mundo. Es el 11 de marzo cuando la OMS declara oficialmente la existencia de una pandemia y le da al virus el nombre de COVID-19. España no aparece en los primeros lugares de la lista. Los casos han subido, sin embargo, de 100 a 500 en cinco días (del 2 al 7 de marzo). Y los muertos son ya 17.

Lo peor de la epidemia parece ser la facilidad de contagio del virus si no se le interponen barreras de protección. Un funeral en Vitoria infectó de golpe a 60 personas. Ocho ancianos de la misma residencia en Madrid, donde ha muerto una mujer de 99 años, han dado positivo en coronavirus. Impresiona hoy ver cómo se iban tejiendo los datos de una tragedia que no lo parecía aún.

El Gobierno se decide a aplicar medidas drásticas aun soportando una incidencia menor a otros países. Con la mitad de casos que Italia, por ejemplo. El 13 de marzo anuncia que va a decretar estado de Alarma con confinamiento que entrará en vigor el 14. El Reino Unido de Boris Johnson se resiste a aplicar medidas de ese calado. En un tuit escrito en mayúsculas, Donald Trump anuncia la disyuntiva que caracterizará el abordaje de la pandemia: “No podemos dejar que la cura sea peor que el problema. ¡Al final del periodo de 15 días tomaremos una decisión sobre el rumbo que seguiremos!”. Menos mal que la mayoría de los gobiernos ha pensado primero en las personas, tratando de conjugar lo que ha supuesto la primera paralización mundial de la actividad económica. El balance podía haber sido todavía peor.

La rueda de prensa del presidente del Gobierno atrae ante el televisor a más del 80% de la audiencia, es la emisión más vista del año. El Gobierno limita los movimientos en todo el territorio nacional para contener el coronavirus. Solo permite los desplazamientos para compras de primera necesidad, acudir al médico o a trabajar en algunos supuestos, el cuidado de personas vulnerables. Los desplazamientos se harán individualmente salvo que se necesite acompañamiento. Anuncia también un plan de choque para ayudar a superar esta crisis, en colaboración con la Unión Europea. Nunca había ocurrido algo igual. Miles de madrileños –en particular- aprovechan para marcharse a la playa. Los supermercados quedan desabastecidos, especialmente de papel higiénico. Las reacciones, tanto personales como por países o comunidades autónomas del nuestro, van del terror a la inconsciencia. E incluyen hasta la ideología.

Mientras la pandemia se dispara, comprobamos el daño inmenso, trágico, que fue diezmar la sanidad pública al gusto de las políticas neoliberales. Los sistemas se colapsan. En España faltan hasta mascarillas y guantes para los sanitarios, que siguen en el puesto pese a enfermar incluso. Terminarán sufriendo muchos de ellos ansiedad, agotamiento y, sin embargo, de lo que más se han quejado es de tener que ser los únicos que asistían a enfermos en la hora de la muerte lejos de sus familiares. Les vamos a aplaudir y mucho, todas las noches desde ventanas y balcones, para sentirnos en ese agradecimiento también acompañados y consolados. Hasta que… llegaron las cacerolas ultras a apagar su sonido y encrespar los ánimos.

2020 había comenzado con la investidura del gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos, el más progresista en décadas. La oposición para evitar que se formase fue de tal calibre, con llamamientos a impedirlo del PP, Ciudadanos, Vox y la prensa conservadora, que el diputado de Teruel Existe tuvo que dormir la víspera de la votación oculto bajo vigilancia de la Seguridad del Estado. Había sido amenazado para que no consumara el sí a Sánchez que anunció.

Y nos faltaba por sufrir el virus añadido que la oposición política y mediática iba a infligir a la ciudadanía. Se empleó a fondo, convirtiendo el Congreso en un campo de batalla impropio, lleno de insultos y alusiones hasta a Paracuellos, ETA y la homosexualidad, y eso para aprobar las prórrogas del estado de Alarma. Una vergüenza acongojante. No les ha importado pasar por encima de los hospitales saturados, la incertidumbre de los ciudadanos, la enfermedad y muerte insoportable de tantas personas. Echando culpas al Gobierno hasta de los desastres que habían causado sus políticas de precarización de la sanidad.

Los ancianos de los geriátricos resultaron diezmados en un sistema que elegía a quién atender ante la falta de medios. El trabajo periodístico nos dio múltiples datos de su desamparo, de los protocolos firmados –como en la Comunidad de Madrid- para no trasladarlos siquiera a los hospitales, de la masacre sufrida. Pero nadie explicó mejor que Ruth Toledano, aquí en ElDiario.es, el desgarro que sentimos: “Les dimos a nuestros abuelos y abuelas. E hicieron negocio con su vulnerabilidad, con su decadencia, e hicieron caja con nuestra indolencia, con nuestra dejadez o nuestra ingenuidad, con nuestra esclavitud”.

Aquel 14 de marzo, cuando entra en vigor el estado de Alarma con confinamiento, y casi al mismo tiempo que el Gobierno detalla las restricciones por la pandemia, el rey Felipe VI comunica su renuncia a la herencia de su padre. Sabemos entonces que Felipe de Borbón conocía desde un año atrás la existencia de una cuenta offshore de la que él mismo era segundo beneficiario, según el diario inglés The Telegraph que lo ha publicado. Las andanzas del emérito rey Juan Carlos surcarán también el año pandémico dejando al desnudo los compromisos, las servidumbres, de la España que dejó la Transición. Con su rosario de corrupciones endémicas.

El confinamiento funcionó. El 21 de junio, al término del estado de Alarma estricto, la incidencia de la Covid-19 es de 8 casos cada 100.000 habitantes y se ha producido ese día una sola víctima mortal. Pero hay que salvar el verano –que no se salvó- y las fiestas del consumo, especialmente la Navidad. Ahora llega la Semana Santa, con la disyuntiva habitual: la bolsa o la vida. Es el título del libro en el que recojo a modo de crónica o diario las múltiples incidencias de los días, las grandes trazas que marcan la evolución de nuestras pandemias, de todas ellas. Las perspectivas que cabe esperar según se actúe de una forma u otra. Han cambiado las costumbres, los negocios y la forma de ganarse la vida. La economía que salvar, desde luego, ha de plantearse por los caminos que sugieren las nuevas oportunidades.

Reincidir en lo mismo sería trágico, pero es a lo que aboca la política de la gresca, de las mentiras y la orientación antidemocrática de la ultraderecha que nos invade. La tentación totalitaria se advierte desde el asalto a la legalidad de las huestes de Trump en Estados Unidos, a la propia España con ese permanente aliento al posfascismo trufado del viejo virus franquista. Quieren seguir pescando en el río revuelto de la incertidumbre y el temor de los ciudadanos.

Todo cambió el 14 de marzo de hace un año, aunque ya lo hubiera hecho. Lo hemos observado muchos periodistas, tanto como los propios ciudadanos, buscando atisbos de esperanza, bases en las que sostenernos.  Pero la batalla es dura. Y ni siquiera se trata de mantener el puesto, sino de avanzar en lo que la decencia y el rigor exigen.

Hay vacunas. La ciencia se ha volcado en buscarlas, financiando por fin los trabajos de los investigadores que llevaban años buscando nuevos fármacos. Y personas que siguen apostando por los demás en todos los campos, desde la política al periodismo, y sin duda en todos los trabajos que demostraron ser los realmente imprescindibles. Están aunque hagan menos ruido.  

Si lo piensan, a lo largo de los largos días y los largos meses hemos compartido mucho.  Nos alzamos por encima de los gritos y las mentiras para escuchar al más inspirado en cada momento. Hoy, con la vista puesta en todo este año, me quedo con lo que dijo el escritor Benjamín Prado en las redes: “Superar una depresión es como aprender un idioma, hay que ir al país de la angustia, estudiar su vocabulario y traducir lo que sientas a su lengua, porque solo podrás explicarte lo que puedas comprender”. Y eso no está al alcance de cualquiera.