El año del hombre del saco
Ahora se llevan las manos a la cabeza. Y, si pudieran, las llevarían al cuello de todos aquellos que suponen una alternativa a ellos. Son los políticos y voceros del bipartidismo. El espectáculo que están ofreciendo en los medios es bochornoso, repugna a la madurez democrática. Como niños malcriados que no quieren irse a la cama cuando ya es hora, y patalean. Como hombres celosos que no admiten que los dejes, y acosan y amenazan. Como jefes explotadores que cuando exiges tus derechos te advierten de que es eso o nada.
Da pena verlos, pena política. No les interesa la cosa pública, sino la cosa suya. No quieren irse, no quieren perder sus privilegios. El privilegio del mal poder. Como no quieren ceder el sitio, dicen y harían cualquier cosa para impedir que otra persona ocupe su lugar, aunque les jurasen en la bandera que acaso pudiera traer algo bueno para España. No les interesa España.
Los bipatidistas se apoyan en un argumento débil: pidiendo respeto para todos aquellos que algún día los votaron. Simultáneamente, y de manera inconsecuente, desprecian que el tiempo pase y que quienes ahora los rechazan también han votado o tienen intención de votar. Solo que a otros. Si caen en la cuenta, en esa cuenta que no los contabiliza a ellos, comienzan entonces con el desprestigio público: puede basarse en un peinado, en una vieja foto, en lo que hiciste hace veinte años o en lo que hacía tu padre. Y suele acabar en la descalificación, en el grito, en la bajeza. Para entonces, todo lo que podía ser política se ha esfumado para dar paso a una situación paradójica: quienes acusaban, por ejemplo, de populismo, se lanzan a la recolección de un aplauso rápido y ciego.
Lo que les pasa a los bipartidistas es que no son capaces de digerir la posibilidad de que se les acabe esa media de más del 65% de los votos a la que se han acostumbrado desde la Transición: una suerte de estado de bienestar electoral. Pero sucede que, si los ciudadanos hemos perdido el bienestar social y económico, ellos no pueden pretender que siga esa alternancia, cómoda para sus partidos e insoportable para los votantes. Pretenderlo es egoísta y es soberbio. No es propio de un servidor público. Es la antipolítica.
Cuando los bipartidistas tratan de desprestigiar a las formaciones políticas que vienen a intentar acabar con ellos porque ellos, sus dos partidos, son los que nos han llevado a esta desesperada situación, en realidad están insultando a la inteligencia política de los ciudadanos. Pues lo que estamos diciendo los ciudadanos es que ya no sale políticamente gratis que en España haya más de 2.000 imputados por corrupción. Lo que estamos diciendo los ciudadanos es que no sale políticamente gratis que los políticos nos roben y nos engañen, que sea desastrosa su gestión de la educación, de la sanidad, de nuestros impuestos, de nuestro trabajo. Es bien sencillo de entender. ¿Qué tiene de sorprendente? ¿O acaso pensaban que ellos seguirían abusando eternamente y aquí no pasaría nada?
Visto lo visto, lo lógico es no votar al bipartidismo. Es lo racional, lo responsable, lo consecuente, lo inteligente, lo maduro. Lo natural es la tentativa, el cambio. Y lo de ellos, lo de los bipartidistas, un totalitarismo a pachas, un populismo sistémico: el de la demagogia del miedo, el de la tergiversación de la crítica, el de la miseria ideológica, el del constante oportunismo de la invariabilidad.
Lo que queda por ver es si no somos un pueblo de cobardes. Si realmente no consentimos más la tomadura de pelo, empezando por esta que consiste en que los políticos y voceros bipartidistas nos asusten con la llegada del hombre del saco. Si lo que queremos es, precisamente, echar al hombre del saco, a los hombres del saco que nos tienen secuestradas las cuentas y la política, que nos hipotecaron el futuro y nos desahucian el presente. He dicho echar. No merecen menos, si en su saco están la Gürtel y Nóos y Bankia y Bárcenas y la Púnica y los EREs y una Enredadera y las tarjetas black. Echarlos en las urnas. Lo raro sería que no. Lo enfermizo, lo idiota, lo pusilánime sería tener miedo a encarar a ese hombre del saco bicéfalo que pretende engañarnos una vez más.