No es abuso, es violación. La consigna se coló en la sala de vistas de la Audiencia de Navarra aquel 26 de abril de 2018, solo unos segundos después de que el magistrado José Francisco Cobo comenzara a leer el fallo contra los cinco hombres –Antonio Manuel Guerrero Escudero, Jesús Escudero, José Ángel Prenda, Alfonso Jesús Cabezuelo y Ángel Boza– que componían 'la manada'. El lema ha sido uno de los leitmotiv del movimiento feminista en los últimos años: las mujeres hemos cuestionado el concepto de abuso y de agresión sexual, de violencia y de intimidación, hemos exigido una justicia que dé la espalda a definiciones anacrónicas que siguen poniendo el foco en lo que nosotras hacemos y no en lo que los agresores hacen.
Pero, ¿implica esa apelación a la justicia un aumento de las penas o una celebración de las sentencias que imponen decenas de años de prisión a los agresores? El viernes, la Audiencia de Barcelona condenó por agresión sexual a tres de los cuatro acusados por violar a una mujer en Sabadell en 2019 en una nave abandonada. La pena es de 31 años de prisión para el autor material de la violación y 13 años y seis meses a los otros dos procesados por complicidad. El Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León condenó a 38 años a los hombres que violaron a una chica de 15 años en el llamado 'caso Arandina', una pena que luego rebajó a tres y cuatro años (y que ahora será recurrida en el Supremo).
Celebrar las condenas elevadas y lamentar las que son bajas parecería un gesto obvio, comprensible, una defensa de la justicia para las mujeres. Es, sin embargo, peligroso, al menos sin el contexto. Los años de cárcel no pueden ser el cebo con el que el sistema satisfaga a la sociedad, mucho menos al feminismo, en su demanda por una vida libre de violencias para las mujeres y su reivindicación para acabar con el machismo en todos los espacios. Más penas no implica necesariamente transformación, reparación, medios, dinero, políticas públicas, perspectiva de género, educación.
Por el camino de esta condena de 31 años conocida el viernes hemos visto a una mujer sometida a un proceso judicial absolutamente revictimizador. Un fiscal haciendo un interrogatorio más propio de una defensa que de una acusación y sin ningún tipo de reparo con la víctima. Una mujer que ha tenido que repetir su declaración numerosas veces frente a todo tipo de agentes –judiciales, policiales, médicos, psicológos, forenses– y que fue identificada con su nombre y apellido al comienzo del juicio, a pesar de que el objetivo era preservar su identidad. Su voz sin distorsionar en audios difundidos por la prensa.
Que los 31 años, o los que sean, no nos impidan ver el bosque: un sistema que, lejos de trabajar coordinadamente y con todos los medios necesarios para prevenir la violencia sexual, sigue sin ofrecer atención integral a las víctimas o sin garantizar una coeducación –que incluya la educación afectivo-sexual de calidad y en todo el recorrido escolar– desde que niñas y niños son escolarizados. Poner el foco en las penas es, además, apostarle a un enfoque que defiende que la cárcel tiene un efecto disuasorio y reeducador, algo tremendamente cuestionado. Lucha contra la impunidad, toda, pero desde todos los frentes.
“Defender o conformarse con la solución punitiva a las violencias de género significa renunciar a transformar las condiciones que favorecen y generan esa violencia, como pueden ser la cárcel y la cultura del castigo, pero también la legislación en materia de extranjería o la precariedad de los sectores laborales feminizados. Además, significa olvidar que todos esos mecanismos de dominación constituyen a los sujetos y los distribuyen en relaciones de asimetría y usurpación. Es el caso del sistema penal, el cual no solo representa y protege a las mujeres, de hecho, eso es precisamente lo que menos hace, sino que las constituye mediante la exigencia de cumplimiento de su normativa hegemónica de género como condición para ser reconocidas como víctimas. La 'buena víctima' es irresponsable, pasiva, pacífica, bondadosa, infantil, sincera y a poder ser, sexualmente poco activa, poco cómplice de los sucios deseos masculinos”, escribía la experta Laura Macaya en este artículo en Contexto.
Podríamos pensar en la cadena perpetua, ese mantra tan utilizado –con diferentes términos pero idéntico planteamiento– por la derecha cada vez que algún crimen horrible sucede. El punitivismo, los años de cárcel al peso, cuanta más cantidad mejor, es la respuesta que algunos sectores conservadores dan a todo tipo de delitos, también a algunos relacionados con la violencia machista. Entonces, el contrasentido parece más evidente, porque son quienes combaten el feminismo o quienes lo cuestionan o lo reciben con tibieza quienes ofrecen como solución a las demandas de las mujeres este punitivismo. Vemos con claridad que su propuesta no busca transformar, sino más bien castigar y saldar la papeleta de qué hacer con los agresores.
Pero, ¿qué hacemos con la estructura?, ¿cómo transformamos la estructura que crea y legitima la violencia, que crea agresores que están convencidos de no serlo y mujeres que tienen que seguir el manual de la 'víctima perfecta' para ser creídas? Más allá de condenar, las mujeres tenemos derecho, por ejemplo, a que se nos garantice esa asistencia pública y gratuita integral si sufrimos acoso o agresiones. Las víctimas tienen derecho a indemnizaciones que, como señalan algunas expertas, suelen ser bajas y también estereotipan a las mujeres: si no la pides o pides poco es que la agresión no te afectó, si pides más es que lo haces por dinero. Tienen derecho a que las administraciones se disculpen cuando fallan, por acción u omisión. Tenemos derecho, todas y todos, a una vida libre de estereotipos, que atraviesan nuestra vida privada, pero también nuestras posibilidades de acceder a un empleo o a la propia justicia. Tenemos derecho a la prevención, porque nadie quiere ser la próxima que se siente en el banquillo a declarar o la siguiente que prefiera no denunciar por miedo, por culpa, por vergüenza, porque no tiene dinero, papeles o empleo.