El cortafuegos que puso Felipe VI con su padre, Juan Carlos I, tras conocerse los escándalos económicos de su reinado se ha ampliado unos metros este martes con la jura de la Constitución de Leonor. El mejor antídoto para minimizar al padre es poner el foco en la hija: el porvenir de una familia es esencial, sobre todo cuando tiene el mandato de perpetuarse. Lo que conocemos de Leonor conecta con la España actual por su juventud, su actitud y también, sin ninguna duda, por ser mujer, algo que moderniza una institución eminentemente masculina. Este último rasgo, que haya una heredera al trono mujer, es una simple casualidad genética, porque si hubiera tenido un hermano menor, Leonor se apartaría. Cuesta creer que no se haya priorizado un cambio en la Constitución sobre el que habría un consenso indiscutible, y que sacaría de la minoría intelectual a las mujeres en la línea de sucesión: “Siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer”. Tocar la Constitución, salvo deshonrosas excepciones como la de 2011 –reforma en la que se antepuso el pago de la deuda al gasto social–, sigue generando miedo; por eso se intenta ensanchar o estrechar con interpretaciones antes que aclararla y refrendarla en negro sobre blanco, aunque sea en temas poco espinosos y de gran acuerdo.
Es probable que, si se abriese la norma para ese cambio en favor de la igualdad en la Corona, fuera difícil contener otro debate que se pondría en la mesa de manera casi automática, la inviolabilidad del monarca, una protección extrema que, llevada al extremo, consagra una desigualdad flagrante. Precisamente esa inviolabilidad, aplicada también a la vida personal y a sus escándalos económicos, permitió a Juan Carlos I librarse de ser juzgado.
Es insólito que sea la propia monarquía (Felipe VI) quien haya tenido que gestionar los escándalos de la monarquía (su padre) y tomar decisiones. Al margen del debate ideológico sobre la forma del Estado y la Corona, tema del que CIS no pregunta desde 2015, el hecho de que la Jefatura del Estado no se vote y se gestione de manera endogámica presenta este tipo de problemas. El anacronismo se evidencia no cuando todo va bien y los miembros de las monarquías tienen comportamientos adecuados y honestos, sino precisamente cuando algo va mal. Imaginemos que, en lugar de una heredera cabal, fuera el turno de un príncipe o princesa irresponsable, derrochón y deshonesto. Es ahí cuando el Estado de derecho se encuentra desprovisto de herramientas y la gestión de la monarquía queda en manos de la misma monarquía, que tendría que ir contra su propia familia. Las consecuencias las hemos visto con Felipe VI, que eligió, acertadamente, romper con el padre y su propia familia, para que no se rompiera así su turno y se debilitara la monarquía. Pero no olvidemos que, igualmente, podría haber decidido no hacerlo. El margen de arbitrariedad es mala compañía en la esfera de lo público y de ella están hechos los libros de muchas dinastías.
Hemos visto a una princesa de Asturias serena y dispuesta, pese a su juventud, a asumir una vida de representación. El plan que se inició en 2014, con la popularidad de Juan Carlos I cayendo en picado, ha tenido un hito este martes en el Congreso, donde la monarquía ha querido escenificar un cambio de ciclo. Leonor como antídoto para un triste y vergonzoso pasado. Quizás el CIS, ahora sí, vuelva a preguntar a la ciudadanía.