Un antídoto contra el veneno del odio al migrante

10 de octubre de 2024 22:10 h

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Tiene razón Pedro Sánchez cuando invoca nuestra historia: venimos de los españoles que llegaron a Venezuela en 1949 llenos de liendres, de los exiliados a México y Francia en 1939, de los que emigraron a Suiza buscando trabajo en 1959, a Alemania en 1969… No faltan décadas en las que se nos acogiera para seguir con vida. Todos eran nuestros padres, madres, abuelos.

También en nuestra historia hay episodios de generosidad. Siendo yo una niña, recuerdo los distintos acentos de las conversaciones que tenían lugar en casa con los amigos de la familia: argentinos, chilenos, uruguayos, todos exiliados de sus dictaduras respectivas. Tenerlos por amigos era un timbre de orgullo: equivalía a reconocerse en ellos. Aún estaba vivo el recuerdo de nuestra propia dictadura y nuestro propio exilio; también la idea fundamental de la Ilustración: que no durará mucho nuestra libertad y nuestros derechos si no hay libertad para todos en todas partes. Esa relación íntima entre nuestros derechos y los de cualquier otro ser humano se está difuminando, a juzgar por la forma en que complicamos la vida a a los solicitantes de asilo y refugio.

Cada vez más ilusos pretenden convencernos de que para garantizar nuestra libertad y nuestro bienestar debemos encerrarnos en la prisión europea. Es falso. La verdad es justamente la contraria, como explicó Condorcet: “Cuantos más pueblos libres existan más asegurada está la libertad en cada uno de ellos”. Si no apoyamos a los perseguidos de otros lugares, acabaremos perseguidos nosotros también. Si alguien cree que la democracia puede funcionar de forma aislada en un puñado de países –cada vez más exiguo– se engaña.

En cuanto a los migrantes económicos, es justo decir, como hizo ayer el presidente del Gobierno, que los necesitamos por motivos económicos y demográficos. O no es un argumento utilitarista o lo es también en sentido inverso: ellos reconocen venir aquí para salir adelante, no porque les guste el lince ibérico o las alubias con butifarra. La necesidad económica es históricamente uno de los estímulos para migrar. Y siempre es mejor explicar las cosas como son.

Lo relevante en este caso es que nuestra necesidad económica y la suya encajan como las piezas de un tetris (y como en el tetris, hay que ser hábil para que todo salga bien). Sin embargo, cuando se invoca políticamente la necesidad de los migrantes para el crecimiento económico o suplir la falta de mano de obra, aparece el agujero de la desigualdad.

Me pongo en el lugar de una trabajadora que hace horas extras no retribuidas, que cobra menos del salario mínimo sin poder rechistar o que ha visto su sueldo aumentar muy por debajo del precio de su alquiler, y me pregunto cómo recibe ese discurso económico, que es macro y no micro. El ascensor social está averiado y el aumento de beneficios empresariales o el crecimiento económico no se traducen en una mejora general de las condiciones de vida. Según el último informe de la OCDE los salarios reales no han recuperado el poder adquisitivo anterior a la pandemia, a pesar de que España crece de forma vigorosa en estos años.  La migración contribuye al crecimiento, de acuerdo; pero es necesario distribuir los beneficios de ese crecimiento para reducir las desigualdades. Si no, muchos pensarán que los migrantes engordan la cuenta de resultados de algunas empresas, pero eso no repercute en unas mejores condiciones de vida.

El problema de fondo, que empeora una y otra vez desde hace lustros, es la distribución de la riqueza, la generada por quienes vienen de otros países y por quienes ya están aquí. Mientras no se reduzca la desigualdad no habrá forma de que el beneficio de la migración sea positivo para todos. De esa incertidumbre se alimenta el miedo y el odio que tanto rentabiliza la ultraderecha nacionalpopulista. El discurso decidido del presidente del Gobierno es un antídoto contra ese veneno, pero por sí solo no impedirá que se siga inoculando al calor de la desigualdad de fondo.