Me encuentro de compras con un viejo amigo luego de años sin vernos. Me cuenta que cuando viaja a su tierra a ver a la familia prácticamente no puede ya hablar, incluso antiguos amigos que habían militado en organizaciones antifranquistas ahora en cuanto sale la palabra “Cataluña” saltan como un resorte airado contra los presos y exiliados. Él no lo entiende, está indignado por la actuación policial, judicial y política del Estado y ahí se ve enfrentado a esos antiguos camaradas con los que compartió ideales democráticos y la animadversión al franquismo. Él no entiende lo que ha ocurrido o lo que les ha ocurrido a sus amigos y eso lo perturba.
Sus antiguos amigos ahora cierran filas con la fiscalía del Estado, la abogacía del Estado y Vox contra los procesados. Con las policías, la judicatura, el Gobierno de antes y el de ahora y el mismo Rey. Se identifican con el Estado, sus instituciones y los mismos símbolos monárquicos que antaño aborrecían, al entender que está cuestionado.
No vale de nada decirles que el juicio está siendo “controlado desde atrás” como garantizó Cosidó, ni que el coronel de la Guardia Civil que dirigió la operación es de ideología franquista y un antiguo golpista, ni que el mando de la Policía Nacional fue procesado en 1974 por matar de un tiro por la espalda a un obrero cuando estaba siendo esposado por la policía, ni que el mando de la Guardia Civil se refiere a las personas contra las que cargaron como “gente” o “elementos”, “masas”, nunca personas o ciudadanos. Para el grueso de la opinión catalana y los presos esos individuos son la cara de este Estado que nunca rompió con su pasado. Pero eso no afecta a las opiniones y emociones de los antiguos amigos de mi amigo y él no encuentra la explicación.
No les afectan ni siquiera las imágenes de violencia de hombres blindados y armados pegando a ciudadanos y ciudadanas de todas las edades. En su momento esa realidad les fue ocultada por las televisiones y medios de comunicación españoles pero al final cualquiera con acceso a la Red ha visto esas realidades y ellos, si quisieron, también. Esa violencia es la que creó un tajo verdadero que divide a más de la mitad de la población catalana de la actuación del Estado, y esos antiguos amigos optaron por caer de la parte del Estado.
Mi explicación es que se ven implicados en ese conflicto de un modo íntimo y profundo, para ellos el Estado existente es la realidad, su única realidad, y quienes lo niegan quieren acabar con su realidad y su mundo y, por lo tanto, son sus enemigos. Antes que los derechos civiles de los millones de catalanes que salieron a votar a pesar de las amenazas y de lo que viven los procesados en prisión preventiva desde hace más de un año está la defensa de su mundo, su país, su Estado. Todas las personas necesitamos un suelo debajo de los pies y una idea de realidad, si no reaccionamos de modo desesperado.
Estoy en completo desacuerdo y soy completamente contrario a esa posición, incluso me enfada. Simplemente me remito a las mismas demandas democráticas que hacíamos cuando aún vivía el tirano y no había dado paso al sucesor. Pero debemos comprender las emociones que están en la base de esas actitudes y debo hacerlo desde mi posición particular de sentirme heredero de una tradición política propia que defiende el derecho y la necesidad de que Galicia exista nacionalmente con su propia lengua y cultura y la defensa de sus intereses. Es decir, para entenderme en la historia, en el mundo e imaginarme no necesito identificarme con este Estado. Y sé que ésa es la posición que mantiene ese amigo mío que también es ciudadano de Galicia, aunque sea oriundo de una región vecina. Y eso es lo que lo hace a él ver las cosas desde un punto de vista distinto al de esos antiguos amigos y vecinos.
La mejor prueba de que siendo iguales en derechos somos distintos en cultura, en necesidades y en punto de vista (y me encanta) es cómo varía en distintos lugares del territorio el punto de vista dominante sobre el sentimiento de pertenencia y de identificación con este Estado. No hubo ni hay régimen político ni Estado que pueda ahogar completamente la diversidad nacional dentro de estas fronteras, y negarla es lo que lo hace ser un fracaso democrático.
Pero esa realidad compleja no dejaría de serlo aunque si se quisiese reconocer. Si quisiésemos convivir de buena fe nos pediría mutuo conocimiento, empatía y comprensión. No es fácil para nadie.
Recuerdo un encuentro significativo con un escritor amigo, de origen castellano y vecino de Madrid, que en determinado momento tuvo un acercamiento y un conocimiento de la sociedad catalana. Estábamos en una feria de libro en un país europeo, estar en el extranjero facilita ver las cosas de un modo relativo y con distancia y también expresarnos con más libertad, y la conversación nos llevó al asunto. Recuerdo que me referí a cómo yo había insistido como ciudadano y como escritor en crear un espacio español compartido que nos reconociese a todos y que acabé diciendo “Es imposible, no hay nada que hacer. Yo ya no lo intento más”. Mi amigo, que es una persona decente e intelectualmente honrado, acabó diciéndome “ya lo sé. ¿Pero a mí qué me queda?”. Fue un momento de gran sinceridad donde siempre vi la delicadeza de la herida que nos separa.
Él tenía detrás de sí a un Estado que tiene a su lengua como lengua del Estado y que, además, nos obliga a todos a conocerla (si mis abuelos gallegos viviesen hoy serían ilegales bajo este Estado, la abuela paterna en cambio, no). Tanto como ciudadano como escritor goza de esos beneficios, puede hacer la vida de cada día y su carrera artística y profesional sin mayores complicaciones donde los demás encontramos problemas derivados del centralismo y de la ideología del Estado. Y sin embargo…, se sentía incómodo y sabía que su realidad, que le era tan cómoda y natural en su Madrid, no era una realidad completa ni verdadera y era excluyente.
Porque los Estados nación homogéneos en general y el español muy en particular son la expresión de la voluntad de un poder, pocas veces democrático, pero no expresan la diversidad histórica, cultural, económica y humana del territorio que encierran. Mi amigo tiene el Estado con él, pero siente incomodidad porque sabe que ese Estado encierra una gran mentira, y yo no tengo un Estado que pueda sentir mío y que reconozca realmente mis derechos pero puedo hacerme la ilusión de que pertenezco a un proyecto humano tan soñado como necesario. Él es rico en oportunidades y facilidades siendo español pero yo, aunque podría sentirme fracasado o desesperado si fuese una persona más sensata, me siento muy a gusto conmigo mismo en mi mísera condición de ciudadano sin Estado.
Espero que nadie se me enfade por este artículo, al fin y al cabo ni tiene moraleja ni ofrece una lección o una propuesta de nada. Solamente escribí algo de las cosas que me cuentan y que me ocurrieron.