Ocho apellidos de Euskal Herria
Pocas veces una película me ha proporcionado tantas horas de diversión como “8 apellidos vascos”. Y eso que no la he visto todavía, pero muy bueno tiene que ser ese guión para superar el talento cómico de algunos de sus detractores.
No me refiero a las críticas cinematográficas, muy previsibles siempre, sino a las otras. Las que cargan contra la película de Emilio Martínez-Lázaro desde un punto de vista político y ético. No es nada fácil que a uno le suelten sopapos de mano abierta desde las dos cavernas, la rojigualda y la abertzale. Y menos por una comedia romántica. Para que luego digan que el cine español es previsible y aburrido.
Tras devorar decenas de columnas al respecto (cada cual tiene sus hobbies), puedo asegurar que los más indignados son todos vascos, de nacimiento o filiación. Hay quien sufrió en sus carnes la amenaza terrorista y ve en la peli un cierto desparrame a costa de su tragedia. Luego están los otros, los que aplaudieron las amenazas. Esos también se han indignado, pero desde otro ángulo. Lo que les cabrea es que se tome a cachondeo el hecho diferencial. Euskal Herria, ya se sabe, es más que el rechazo al coito.
A algunos les ha molestado que esos malditos guionistas les hayan hecho reír con temas tan poco graciosos. Un reputado columnista se arrepentía hace poco de haberse descojonado en el cine. Uno lo imaginaba torturándose por dentro en mitad del patio de butacas, como cuando, de puro nervio, a alguien le entra la risa floja en un entierro. Es quizá el momento de mayor bochorno que puede pasar una persona. Un trauma que solo se supera cuando, al llegar a casa, uno se da cuenta de que el verdaderamente amoral es el gilipollas que ha soltado la gracia en mitad del responso.
También están los que se han ofendido muchísimo al ver que la comedia en cuestión se basa en el uso de tópicos. Se esperaban ellos un complejo análisis de la realidad sociopolítica vasca, repleto de matices que contextualizaran el conflicto vasco y aportaran nuevos puntos de vista al debate. Y nada, oye, ni rastro de eso. Se ve que el cartel era ambiguo.
En una cosa están de acuerdo todos los cavernarios: no ha pasado el tiempo suficiente para reírse de estos temas. Lamentablemente, ninguno de los indignados aclara cuánto tiene que pasar. Ni una mísera aproximación. Quizá deba montarse una mesa de columnistas de distintas sensibilidades políticas para que establezcan un timing de consenso. Así los guionistas sabrían a qué atenerse. Porque, si nos fiamos del público (esa gente que lo mismo va al cine que vota), es evidente que el momento ya ha llegado.
Sea como sea, no deja de ser curioso que, tras tantos años de violencia, dolor y odio, el conflicto vasco acabe como acaba todo en el negocio del espectáculo: echando la culpa a los guionistas.