Siendo director de eldiarionorte.es, hace dos años y medio, Iker Armentia me llamó y me dijo que iba a escribir su siempre brillante columna de opinión de los jueves sobre lo injusto de la permanencia de Otegi en la cárcel. Jamás me avisaba de lo que iba a escribir. No tenía ni tiene que hacerlo. Es libre, además de un excelente profesional, y puede escribir lo que quiera sobre lo que le apetezca siempre que respete la ley. Y en esta ocasión iba a escribir sobre eso: sobre el respeto a y de la ley. Me avisó porque somos amigos y sabe que el tema me escalda. Pero, sin leer nada de lo escrito -está él para confirmarlo-, le dije lo que acabo de escribir: eres libre. Podía escribir lo que quisiera porque nadie nos iba a mandar un paquete bomba a la redacción de Vitoria ni le iban a adosar un explosivo en su coche cuando acompañase a su hija recién nacida al colegio. Esa libertad nos la ganamos los periodistas vascos a fuerza de entierros, a fuerza de escoltas, de lágrimas y de ser muy inconscientes. Me da pudor ponerlo en primera persona del plural, porque yo apenas hice nada fuera de lo normal, pero sí muchos de mis compañeros. Me acuerdo especialmente de Pedro, amigo y socio en mil aventuras. También de Santos. De Aitor, de Alberto, de Isabel, de Gorka... Todos periodistas, todos compañeros. Y esa libertad que defendieron y ganaron no se la tengo que agradecer a Otegi.
Siendo periodista, durante muchos años, Patricia -mi pareja por aquel entonces- se levantaba sobresaltada por la noche porque ella, que trabajaba en una televisión privada, tenía que ir a cubrir un atentado. Cada vez que sonaba aquel maldito Nokia por la noche sabíamos que había una familia rota. Sabíamos que Euskadi se había desgarrado de nuevo. A veces llegaba antes que el juez o la jueza de guardia y se encontraba el cadáver en el suelo, cubierto con una manta. Y una familia desgarrada llorando, abrazados entre ellos, abrazados a unos policías que contenían el dolor y se convertían en hombro anónimo e improvisado para unos seres a quienes les habían arrebatado un fragmento de su vida, la vida entera de su ser querido. Conseguimos parar esas lágrimas, aunque nunca se secarán nuestros ojos, pero no se lo tengo que agradecer a Otegi.
Siendo todavía muy joven, cuando ETA mató a Fernando Buesa y Jorge Díez en Vitoria, sentí un escalofrío colectivo en mi ciudad. Días antes de ser cobardemente asesinado, Fernando Buesa -amigo de muchos amigos míos como Juan Carlos, Patxi, Antonio, Maite, Óscar, Rubén, Yolanda...- lanzó un discurso por la libertad en el Parlamento vasco. Aquel día decidí que había que hacer algo ante el lamentable espectáculo de ver como la Euskadi democrática ‘condenaba’ el atentado en dos manifestaciones. Una organizada por el lehendakari Ibarretxe, en la que -además de gritos de condena- se coreababa: Ibarretxe aurrera! La otra, encabezada por la familia de Fernando Buesa y Jorge Díez, que lloraba a sus seres queridos. Aquel día me uní a Gesto por la paz. No aporté mucho, pero conocí a gente imprescindible: Fabian, Txema, Javi, Isabel, Imanol… Cuando salíamos con la pancarta a reclamar en silencio el final de todas las violencias, enfrente de nosotros se ponía parte de la izquierda abertzale a contramanifestarse. Y nos hacían fotos y burlas. Ahora, cuando Gesto por la paz ha plegado sus pancartas -nunca ensalzaremos lo suficiente lo que significaron e hicieron-, no siento que deba agradecer nada a Otegi por haberlo conseguido.
Siendo un niño, como miles de niños vascos, vi el horror en la cara de mi padre y de mi madre por algo que jamás he contado en público y apenas en privado. Y así seguirá. En aquella época, Otegi militaba en ETA y hoy no creo que tenga nada que agradecerle por haber jodido la vida de miles familias vascas y de fuera de Euskadi.
Hoy me acuerdo de Fernando y Jorge. De Fabio. De Ernest, Tomás, Gregorio, Enrique. De Miguel Ángel. Y de Irene. Me acuerdo de casi mil familias. Y pienso que no les hemos dedicado muchas portadas de homenaje. Y que les hemos dado muy pocos aplausos, recibimientos y festejos. A algunos de hecho, no les hemos dado ninguno. Cuando a ellos los mataron, los secuestraron, los extorsionaron, los amenazaron… estuvimos callados. Demasiadas veces, demasiado tiempo, demasiadas personas en silencio. Nadie debería morir por sus ideas. Y haber acabado con ello es el mejor día de todos cuantos hemos vivido en democracia.
Yo no estoy de acuerdo con que Otegi haya estado en la cárcel ni un minuto más de lo que merecía. Y creo que lo ha estado. Pienso que se ha hecho un uso vil de la justicia. Y lo condeno, porque condeno -o intento- todas las violencias. Pero no me pidan que dé las gracias a nadie porque haya llegado a la conclusión estratégica de que dejarme vivir y pensar diferente le conviene. No tengo nada que aplaudir a Otegi. Nada de nada. Porque cambiar de opinión y propugnar el cese de la violencia no es de héroes, es de seres humanos. Y la humanidad debería ser intrínseca a las personas. Si hay que aplaudirla es que nuestra sociedad está enferma. Por eso, entiéndanme y siento si les molesto, pero yo no tengo nada que aplaudir a Otegi.