Aprender a cazar en el colegio

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Una niña sostiene una escopeta entre las manos, el arma es gigantesca, casi tan grande como su propio cuerpo. La niña asoma el ojo por la mira y apunta no sabemos a qué o a quién, pero el objetivo de la práctica es familiarizarse con el arma, perderle el miedo, hacerla una parte más del cuerpo, una prolongación del mismo. A mí la imagen me impacta y perturba. No estamos en Estados Unidos; la fotografía es de Alange, un pueblecito de Badajoz de menos de dos mil habitantes donde los niños reciben en la escuela contenidos de caza. Algo que lleva haciéndose seis años en Extremadura sin que nadie parezca poner remedio, sin escándalo —al fin y al cabo, nadie mira hacia los márgenes de este país—, se acaba de implantar en los colegios de primaria andaluces con una naturalidad pasmosa. 

El programa de la Consejería de Educación se llama 'Huellas: vivir y sentir el paisaje natural' y, si se leen la descripción y los objetivos, nadie diría que van a enseñar a los niños a cazar; es más, la palabra “caza” no aparece y tampoco aparece quién está detrás del diseño de este programa que han elegido 90 colegios andaluces: la Federación Andaluza de Caza (FAC). La FAC, que está en contra de la Ley de Derechos de los Animales como cabía esperar, hace un listado en su web de algunas de las actividades del programa 'Huellas': “rastreo de animales mediante sus huellas, exhibiciones de tiro con arco y cetrería, talleres de tenencia responsable y adiestramiento básico de perros que desarrollan labores auxiliares (caza, pastoreo…), recuperación de gastronomía perdida y uso de alimentos como memoria gastronómica, puesta en valor de la carne de caza como recurso natural sostenible, análisis de la evolución del entorno natural y urbano del municipio donde se aplique el proyecto o iniciación a técnicas de supervivencia en el medio natural”.

Hace cuatro años, cuando Vox entró en el Parlamento andaluz, se empezó a hablar de que este partido de extrema derecha estaba presionando a sus socios de Gobierno, por entonces PP y Ciudadanos, para introducir como contenido en los programas educativos la caza. Los presupuestos de 2019 ya incluían partidas para “Actividades complementarias sobre actividad cinegética”. Y no ha sido hasta este curso cuando se ha comenzado a ofrecer el programa. María Nuevo, que es la coordinadora del proyecto de la FAC, argumenta que “lejos de lo que pueda pensarse, no se trata de formar en materia de caza, ni adoctrinar en relación a la actividad cinegética: únicamente tratamos de acercar la naturaleza a los niños, mejorar el contacto con ella, que conozcan los aprovechamientos naturales y sostenibles del monte y que tengan argumentos y criterios propios para juzgar”. Es asombrosa la capacidad del lenguaje para camuflar la realidad, para disfrazarla. A matar animales con escopetas se le llama “aprovechamiento sostenible del monte”. Adoctrinar sobre caza a niños y niñas de entre cinco y doce años es darles “argumentos y criterios propios para juzgar”. En su declaración, María Nuevo matizaba que los niños no verían ni armas ni presas, al menos en este curso: “Si tu hijo es anticaza, que lo sea, pero siendo formado en la naturaleza y sus aprovechamientos. Si los niños no van al campo no pueden entenderlo”. ¿Qué es ser “anticaza”?, me pregunto. 

Muchas veces, en las mañanas de domingo, veía cuando era pequeña, en mi pueblo, a algunos vecinos subirse en sus todoterrenos vestidos enteramente de verde oscuro y con escopetas al hombro. A veces, iban acompañados por perros y por otros hombres vestidos de la misma manera. O incluso por sus hijos pequeños, niños y adolescentes, siempre hijos, nunca hijas. Yo no sabía bien cuáles eran las razones de ese atuendo ni de ese ritual que se repetía cada fin de semana, quizá por eso preguntaba, siempre andaba preguntando, y me entraba la curiosidad por saber adónde irían disfrazados así, por qué llevaban armas. Cuando lo supe, cuando supe que aquellos hombres se subían a sus coches para ir al monte y a los campos a matar animales, me sobrecogió la naturalidad con la que emprendían su tarea dominguera. Parecía algo normal que los hombres fueran a cazar, al menos a nadie le llegaba a extrañar aquello tanto como a mí. Aunque ningún hombre de mi familia lo hiciera. Por un momento, mientras veía a aquellos vecinos subirse a sus enormes coches casi siempre tan verdes como sus ropas, los imaginaba escondidos tras la maleza, con la escopeta extendida y la mira clavada en un conejillo que saltaba entre los matorrales, con el dedo apretando el gatillo y el corazón latiendo a mil por hora. La escena se me antojaba peliculera, ridícula, primitiva. 

Iba por el campo con mi abuelo y veía a ambos lados del sendero unas vallas metálicas donde podía leerse en un cartel “Coto privado de caza”. De niña, pensaba que aquellas alambradas nos protegían de los lobos, de animales salvajes capaces de comernos como el lobo que se comió a Caperucita. Me parecía absurdo que el campo fuera tan grande, que se extendieran ante mí árboles y prados y que solo pudiera verlos a través de la alambrada. Y un día me explicó mi abuelo que el campo estaba hecho cachitos, que no era de todo el mundo, que la gente rica tenía hectáreas y hectáreas de tierra y podían cazar en esas parcelas y explotar la tierra y que, entre un lado y otro del camino, nosotros solo podíamos andar por el trocito de en medio, de tierra y pedruscos y pequeñas margaritas silvestres en su linde. Cada fin de semana, puñados de hombres de todo el país se camuflan de verde, se agazapan silenciosos entre los arbustos, y pasan las horas de ocio disparando a ciervos, jabalíes, aves, a cualquier animal que se les ponga por delante. 

La caza era entonces, y es ahora, matar animales. La caza también es enseñar al hijo a sostener el arma, a apuntar, a matar. Es un conocimiento heredado de los hombres a sus hijos y de estos a los suyos. Una generación enseñando a otra a ejercer la violencia. Siempre será eso: matar por gusto, por placer, porque se puede. ¿Qué pasaría si este programa se extendiera más allá de los márgenes de Andalucía y Extremadura? ¿Si pasara a ser oferta educativa en todo el territorio promovido por un gobierno de extrema derecha? Una sociedad que da la espalda a los animales, que promueve la violencia, el uso de las armas y, en definitiva, que da alas al sufrimiento en lugar de trabajar la empatía, los cuidados y el amor —hacia las personas, los animales, las plantas, hacia lo diferente—, es una sociedad que condena su futuro y el de las generaciones que están por venir.