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La apuesta de Pascal: cambia carne por legumbres

“Hope is not like a lottery ticket you can sit on the sofa and clutch, feeling lucky… Hope is an ax you break down doors with in an emergency”. Hope In The Dark, Rebecca Solnit.

(“La esperanza no es como un boleto de lotería que puedas agarrar sentado en el sofá y sentirte afortunado… La esperanza es un hacha con la que derribas puertas en caso de emergencia”)

Ecoansiedad: “Angustia de ver la lenta y aparentemente irrevocable evolución del cambio climático y preocuparse por el futuro de uno mismo, de sus hijos y de las generaciones venideras”. Es extraño calificar de patología la angustia por la inminente destrucción del planeta en que vivimos, pero la Asociación Americana de Psicología la ha tipificado como tal. Técnicamente, una patología es una respuesta desproporcionada a fenómenos naturales o cotidianos que nos impiden seguir con nuestras vidas.

Pero si nuestras vidas nos conducen de manera irreversible a una muerte dolorosa, agónica y miserable, cualquier cosa que nos haga cambiar de vida es la reacción apropiada y mentalmente sana a la destrucción del único planeta que, de momento, podemos habitar. Como dice Rebecca Solnit, la esperanza no es un billete de lotería que puedes agarrar sentado en el sofá.

Más, cuando es una de las pocas cosas en las que el 99% de la comunidad científica está de acuerdo. Pero no es la única. Otra reacción mentalmente sana es buscar maneras de frenar ese proceso antes de que sea demasiado tarde. Incluso si, como defienden algunos científicos, ya no hay nada que podamos hacer para detener el desastre inminente.

Es probable que tengan razón. Pero, como no podemos estar seguros y nos lo jugamos todo, hay que hacer la misma apuesta que Pascal: si pensamos que podemos salvarnos y ponemos todos los medios a nuestro alcance, es posible que nos salvemos. Pero si no creemos que nos podemos salvar y no hacemos nada, entonces lo habremos perdido todo. Este es un argumento racional, pero tampoco es el único. Desde un punto de vista moral, la conclusión es la misma. Hemos podido demostrar que el calentamiento global es el resultado de nuestro estilo de vida. Puesto que los hijos no son culpables de los pecados de sus padres y que compartimos el planeta con muchas otras especies que son irresponsables del desastre que se avecina, es nuestra obligación moral hacer todo lo que esté en nuestra mano para detener o, al menos, suavizar el impacto.

Por ejemplo, podemos dejar de comer animales. Sería la medida más efectiva porque, haciendo esa sola cosa, podríamos alcanzar los acuerdos de París. No haría falta cambiar ni un solo aspecto más de nuestras vidas; solo cambiar las costillas por lentejas y las salchichas por un buen potaje de garbanzos. Incluso pizza y tortilla de patatas, siempre y cuando no nos comiéramos a la vaca ni a la gallina que las hacen posibles. Tal es el impacto que tiene la industria ganadera en el futuro del planeta.

Podríamos hacer eso. Sería duro, porque cambiar de hábitos es complicado. Solo hay que ver lo que cuesta dejar las cosas que sabemos que nos perjudican, como el tabaco, el azúcar o a los narcisistas. Pero más duro es perderlo todo en un Tsunami, vivir a 50 grados o saber que nuestros hijos tendrán que pelear por el agua.

También podemos hacer otras cosas. Por ejemplo, apoyar a partidos políticos que entiendan la gravedad de nuestra situación y pongan en marcha las medidas adecuadas para enfrentarnos a ella. Exigir a las administraciones locales, regionales y nacionales que cumplan con sus promesas de reducir el carbono, favoreciendo tecnologías e infraestructuras que lo permiten, desde las redes de transporte público o ferroviarias a la promoción de energías sostenibles. Usar transportes que reduzcan la contaminación en las ciudades, como la bicicleta o el transporte publico.

Podemos exigir castigos ejemplares para aquellas empresas que consumen, desertizan y envenenan el planeta para ahorrarse dinero y comprar productos de empresas que se comprometan a reducir el impacto medioambiental. Exigir medios de comunicación que nos ayuden a distinguir unas de otras.

Podemos compartir recursos con otros miembros de nuestra comunidad, desde compartir coche con compañeros de trabajo a hacer circular aquello que no necesitamos, desde la ropa y enseres de nuestros hijos, hasta libros o ropa. Podemos gastar menos en general, tener menos cosas. Ninguna de esas cosas tendrían el impacto de dejar de comer animales, pero tendrían impacto. No solo en el planeta, sino en nuestras vidas. Está comprobado que comprar menos cosas, comer mejor, compartir experiencias y ser más solidarios nos hace más felices.

Ahora, cambiar cuesta. Nuestra naturaleza odia los cambios y los resiste con argumentos de todo pelaje. Por ejemplo, es bien sabido que hacer ejercicio es el cambio más productivo que podemos hacer para mejorar nuestras vidas, porque no solo desencadena cambios metabólicos que mejoran nuestra salud física y mental, sino que sus efectos facilitan otros cambios positivos porque facilita el sueño y favorece la autoestima. Sin embargo, no llevamos una semana cuando empezamos a murmurar que no tenemos tiempo, que no tenemos fuerzas, que no nos gusta el profesor de spinning, que nos pilla lejos de casa o que no nos hace tanta falta, después de todo. Nos jugamos mucho, pero no todo.

De todos los argumentos que tenemos para no hacer nada acerca del calentamiento global, el peor es que la acción individual es inútil. Este es, desde mi punto de vista, uno de los mayores logros del capitalismo: hacernos creer que ninguno de nosotros cuenta, que nuestras decisiones son irrelevantes, que no tenemos nada que hacer contra la máquina implacable que domina nuestras vidas. Lo cierto es que, si los números y los especialistas confirman que hay una oportunidad de frenar o, al menos, ralentizar la lenta y aparentemente irrevocable evolución del cambio climático cambiando una sola cosa, no solo debemos hacerlo por Pascal. No hacerlo es la verdadera patología. Y debería ser tratada antes de que sea demasiado tarde.