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Apuntes de una feminista sobre el amor (II)

Madres solteras en Euskadi

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Hace cinco años, en mi primera colaboración con este medio, me pidieron que escribiera sobre el amor. La periodista que me contactó me dio directrices muy concretas: “queremos que escribas algo como lo de Leticia Dolera, pero sobre el amor”. El texto al que hizo referencia fue uno que la actriz y directora publicó en Píkara Magazine `Contradicciones de una feminista en la alfombra roja´. Estábamos en 2017, se acababa de celebrar la última gala de los Premios Goya y Dolera reflexionaba sobre las contradicciones y dudas que implica ser feminista —mujer, actriz, directora, joven, deseable— en una sociedad patriarcal. He de confesar que no me entusiasmó la idea de inspirarme en ella, de que mi texto tuviera que estar, antes de ser escrito, en un cajón tan limitado y pequeño. Entendí la idea y me senté a escribir sobre mis propias contradicciones en torno al amor, al amor romántico, claro. Y es que, por entonces, hace tan solo cinco años, por mucho que hubiera leído, por mucho que me supiera de memoria las teorías de Coral Herrera, Eva Illouz y Clara Coria, pensaba que todo lo que tenía que ver con el amor se reducía a las relaciones de pareja. 

Hace cinco años, yo tenía pareja. Hasta hace exactamente tres meses, seguía con esa misma persona con la que he estado casi doce años, un tercio de mi vida. El tema del amor romántico ha ocupado muchísimo espacio y tiempo en mi vida, en mis lecturas, en mis conversaciones, en mis cavilaciones, y ahora pienso que he estado equivocada, tan equivocada acerca de lo que significaba para mí esa idea del amor que merecía la pena sentarme a reflexionar de nuevo públicamente cinco años después de ese texto. 

Escribo esto el mismísimo 14 de febrero, voy en un tren con mi madre y mi hijo de tres años hacia Santiago de Compostela. Durante mi adolescencia a principios de los dos mil, el día de los enamorados era absurdamente mágico o trágico: puntuaba mi vida según tuviera novio o no, elegía ropa interior especial, llevaba algo rojo, iba a una fiesta donde se vendían rosas rojas a un euro, lloraba o fantaseaba dependiendo del chico de turno que me hiciera caso. Todo lo que sabía del amor por las películas, las novelas y las canciones me había enseñado a ser así. Me validaba como mujer con la mirada de los hombres, con su deseo o su indiferencia. Me parecía a un personaje de Rodoreda, una Aloma andaluza en pleno cambio de milenio atusándose el pelo para conseguir unas sobras de amor, tan carente como ella de amor propio. Por primera vez en mucho tiempo, este día no significa nada o quizá lo signifique todo. Que estoy donde quiero estar, que viajo con dos amores de mi vida —mi hijo, mi madre—, que, en el centro de mi vida, además de mi hijo, está mi trabajo y por eso me hago cientos de kilómetros para impartir un taller. 

Supongo que tan ocupada estaba en el día a día, tan inmersa en los cuidados y la logística de la casa y en la ansiedad que me provocaba tener tan poco tiempo para escribir y tan poco dinero para vivir que es ahora, justo cuando me he separado —ahora que solo tengo que ocuparme de mi hijo y de mí misma—, cuando me he permitido pensar, de nuevo, en el amor. Ahora que la vida que habíamos construido juntos se ha desmoronado. Ahora que he tenido que pintar unos cuantos trozos de cartón con los lápices de mi hijo para hacer las piezas nuevas de ese puzle que estamos armando. Dijo bell hooks que una mujer que habla de amor sigue siendo sospechosa. Y así me siento, como si el tema no fuera conmigo, como si el amor fuera algo de lo que han hablado siempre los grandes poetas —casi todos hombres. La mirada masculina nos ha definido y aislado tanto que todavía me cuesta hablar de amor con libertad y honestidad. Siento miedo y vergüenza, yo que en tantos artículos y libros me he expuesto, estoy completamente desnuda mientras escribo esto. 

Cinco años después, las contradicciones siguen existiendo, como feminista y ahora, además, como madre. Cuando estaba en pareja, me sentía tan pequeña e insignificante que creía que solo podía estar segura entre aquellas cuatro paredes temblorosas. Si para amar de verdad había que aprender a combinar varios elementos como el cuidado, el afecto, el reconocimiento, el respeto, el compromiso y la confianza, tal y como dijo bell hooks, en mi relación de pareja, al final, ya no había amor de verdad. Había amor en mi relación con mi hijo, en mi relación con mi familia, había amor entre mis amigas y yo, y había amor en la manera en la que, a pesar del agotamiento y la frustración cotidiana, me entregaba a mi trabajo porque creía en mí. 

Las primeras semanas después de la separación me levantaba cada mañana como si me ahogara, antes de despertar a mi hijo para ir al colegio, lloraba sentada sobre el wáter. Una amiga me dijo que dejara de esconderme para llorar, que ahora tenía una casa propia para hacerlo. Nuestra nueva casa, apenas una salón-comedor-cocina y un dormitorio, no permitían esconderse mucho, le decía yo, si lloraba sobre el wáter era por costumbre, porque cuando una sabe que ha tomado una decisión que le va a cambiar la vida, aunque sea para bien, duda y llora y se retuerce de dolor ante la pérdida no de lo que tenía, sino de lo que ya nunca podrá ser. Pasaron esas semanas y las lágrimas se fueron con las dudas. Mi corazón me hablaba, mi cuerpo estaba más tranquilo, ansioso y agotado, sí, pero en calma, como si la tierra hubiera dejado de temblar. 

Amo tanto a mi hijo que la decisión no la tomé solo por mí, sino porque quería demostrarle que hay que luchar por la felicidad de una, no renunciar y sacrificarse en nombre del amor (palabra usada tantas veces con descuido). El amor de mi hijo me ha transformado, la maternidad me ha transformado. El amor por mi escritura me ha hecho creer en mí, en todo lo que puedo hacer. Recuerdo perfectamente el día en que, después de muchas lágrimas, de muchas conversaciones con mi madre y con mis amigas, de un año entero de terapia, decidí separarme. Aquel día me hice responsable de mis necesidades y de mis deseos, quería intentar ser feliz, quería darle a mi hijo otra idea de lo que es el amor. Había descubierto a mis treinta y cinco años lo que era el amor propio. 

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