Hay una frase que se me quedó grabada desde que la oí, de niña, en un programa de Félix Rodríguez de la Fuente, posiblemente la persona que más contribuyó a que la gente de mi generación aprendiera a apreciar la Naturaleza. Dijo algo como que en época de los romanos, una ardilla habría podido viajar desde Asturias hasta Andalucía sin bajarse de los árboles. Recuerdo que me impresionó imaginar todo nuestro territorio cubierto de bosques. Yo ya había estado en Madrid y sabía con toda certeza que la Meseta era “ancha y plana, como el pecho de un varón”, que dijo Ortega y Gasset sobre Castilla; también tenía su belleza pero, desde luego, no había bosques que la poblaran, igual que tampoco los había en mi región, en el Valle del Vinalopó, a treinta kilómetros del mar.
Durante miles de años los humanos hemos convivido con los árboles, y no voy a decir “pacíficamente” porque, desde el punto de vista de los árboles, los seres humanos somos una de sus peores plagas: los hemos quemado, arrancado, talado, podado mal, exterminado en muchas ocasiones. Los árboles nos han dado su madera para construir nuestras casas y nuestros barcos —no voluntariamente, pero nos hemos aprovechado de ello—, su sombra en los días de calor, la protección de su copa en los días de lluvia, sus frutos, sus hojas (verdes o secas para distintos usos), su corteza..., por no hablar de su belleza, de la felicidad que sentimos paseando entre ellos o sentados bajo sus ramas, y, además, siempre, el oxígeno que producen y que necesitamos para sobrevivir.
A pesar de todo lo que los árboles representan para nosotros, las ciudades se han ido adueñando del paisaje y los árboles, en solitario o en bosques, han ido siendo desterrados de las aglomeraciones urbanas y de las carreteras.
Antes, desde la época romana precisamente, los caminos y carreteras estaban plantados de árboles para que los viajeros —a pie o en carro— pudieran disfrutar de su sombra y de la protección que ofrecen frente a la intemperie. A mediados del siglo XX fueron desapareciendo porque, según decían, resultaba peligroso para los automovilistas, que podían chocar con los árboles, y las carreteras se convirtieron en cintas de asfalto peladas de vegetación —salvo alguna adelfa en la mediana, o bien hortensias en la zona norte— para evitar peligros, en lugar de limitar la velocidad y enseñar a los conductores a conducir civilizadamente. También fueron desapareciendo de las ciudades por múltiples razones; las mismas que se aducen ahora cuando, por lo que sea, al ayuntamiento le interesa talar árboles para hacer aparcamientos o estaciones: que sus flores en primavera y sus hojas en otoño ensucian la calzada, que los vecinos se quejan porque les quitan visibilidad cuando se asoman a las ventanas, porque con sus frutos o con las deposiciones de los pájaros que los habitan manchan los coches aparcados... Siempre hay algo que molesta.
Sin embargo, los árboles, además de producir oxígeno, bajan la temperatura de las ciudades y atraen las nubes y, por tanto, la lluvia que tanto necesitamos ahora. Es absolutamente absurdo quitar árboles de las ciudades en plena ola de cambio climático y de tremendas subidas de temperaturas. Hace cada vez más calor y lo único que se le ocurre a mucha gente es poner el aire acondicionado para estar frescos en casa, sin darse cuenta de que todo el frescor que tenemos dentro es calor que se lanza al exterior y que aún sube más la temperatura ambiente. Es un círculo vicioso, un círculo infernal.
Todos nos quejamos de que en verano —y hemos empezado a hacerlo ahora también ya en primavera— los centros comerciales, los trenes, los aviones, las oficinas públicas... tienen una temperatura que obliga a llevar siempre un jersey o una rebeca a mano porque con la ropa de verano hace demasiado frío en esos interiores. ¿Nos hemos vuelto locos? ¿Cómo es posible que una población que ha recibido formación escolar general y gratuita no se dé cuenta de que estamos destruyendo el equilibrio que nos permite vivir tranquilos en la Tierra?
Y no se trata de “cuidar el planeta”. Me molesta terriblemente ver ese tipo de eslóganes. Al planeta le da exactamente igual si los humanos podemos vivir aquí o desaparecemos. Cuando hacemos (o no hacemos) algo para mantener el equilibrio, lo hacemos solamente por nosotros, porque somos nosotros los que acabaremos extinguiéndonos cuando las condiciones vitales dejen de serlo y empiecen a ser condiciones letales, creadas por nosotros mismos, por nuestra estupidez, nuestra desmesurada avaricia y nuestra inconsciencia. Podríamos hablar del irresponsable desperdicio de agua de nuestra civilización occidental que nos lleva a malgastar millones de litros de agua potable en millones de duchas innecesarias, descargas de inodoro y lavados de dientes con el grifo abierto, podríamos hablar del plástico que llena nuestros océanos y que es omnipresente en nuestras vidas, aunque sepamos que estamos destruyendo nuestro hábitat; podríamos hablar de cien cosas que estamos haciendo mal, pero en este momento me interesa, sobre todo, llamar la atención sobre la necesidad de la vida vegetal a nuestro alrededor, de la necesidad de cuidar a los árboles.
En mi opinión —ya sé que solo es mi opinión y habrá quien no esté de acuerdo—, los árboles son los verdaderos habitantes de este planeta: seres muy longevos que, con sus raíces, sujetan la tierra donde nosotros después plantamos lo necesario para comer; seres que conviven con los pájaros y los insectos en una red de interdependencia buena para todos; seres que, unidos a la inmensa red de hongos que cubre el planeta, se comunican entre sí y se organizan para sobrevivir manteniendo un perfecto equilibrio desde hace miles de años. Nosotros no somos más que pequeños insectos muy frágiles, de vida muy corta, que los árboles posiblemente ni siquiera notan, salvo cuando les hacemos daño talándolos o provocando incendios.
Cuidar de los árboles es cuidarnos a nosotros mismos. Si digo que no podemos permitirnos que el planeta se convierta en un yermo, no es por el planeta; es por nosotros, los que existimos ahora y las generaciones que nos sucederán. Todos respiramos oxígeno, todos sabemos el bien que hace pasear por un bosque, por un parque, por un jardín; estar en contacto con la Naturaleza, de la que somos parte, por mucho que pensemos que estamos por encima de la flora y de la fauna.
¿No podríamos darnos cuenta de una vez y empezar a plantar árboles por todos lados?
Parece que fue José Martí quien recomendó: “Plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro” para alcanzar una vida plena. Cada vez hay más gente empeñada en escribir un libro; una gran mayoría de humanos tiene o ha tenido un hijo, o ha criado a uno. Sin embargo, hay mucha, muchísima gente, que no ha plantado nunca un árbol, y no ya un árbol propiamente dicho, lo que requiere algo más de tiempo y esfuerzo, sino ni siquiera un geranio, como si el mundo vegetal no tuviera nada que ver con el mundo civilizado. Ni siquiera se nos ha ocurrido, dentro del sistema penitenciario, por ejemplo, plantear la posibilidad de que las personas que tienen que cumplir una condena puedan ser dedicadas a plantar árboles en ciudades y montes para poder contrarrestar los daños producidos por los incendios y los producidos por ayuntamientos faltos de la previsión y la inteligencia necesarios para darse cuenta de que nos está destruyendo el calor, la sequía, la falta de aire de buena calidad... y que todo eso podría solucionarse simplemente plantando árboles.
Quizá ya no estemos a tiempo de que una ardilla recorra la Península saltando de rama en rama, pero podríamos mejorar muchísimo el lugar donde vivimos, el único lugar donde podemos vivir.