Ocurrió sin que nos diéramos cuenta. Una arepera surgió por aquí. Y otra más allá. En los estantes del supermercado, muy lejos de Venezuela, apareció aquella Harina PAN cuya simple visión hace que le brillen los ojos a algunos inmigrantes. Hay una revolución en marcha, una revolución culinaria y deliciosa, y lo siento mucho mis queridos amigos colombianos, pero el mundo pronto estará convencido de que la arepa es venezolana.
La arepa tiene forma circular y abultada, se prepara con maíz y se puede rellenar con pollo, jamón, queso, plátano, carne, huevos o frijoles (y muchos otros ingredientes). Existe desde la época precolombina en el territorio que hoy ocupan Venezuela y Colombia y casi todos los hispanoamericanos sabemos que ambos países se adjudican la propiedad de la arepa.
Hace una semana, el periodista venezolano Luis Carlos Díaz decía en un hilo en Twitter que en los países donde la diáspora de su país se ha instalado, “la gastronomía venezolana puede ser algo así como la próxima comida china”. Al leerlo, pensando en lo prácticas que son las arepas, coincidí con él. Y hace cuatro días, el periodista mexicano Jordy Menéndez decía en el boletín Distintas Latitudes reflexionaba, a propósito de su antojo de comida venezolana y del mismo hilo de Luis Carlos, la posibilidad de un futuro de fronteras porosas, “donde el taco y la arepa (y el ajiaco y el chori) convivan naturalmente en el menú de la vida”.
A los migrantes, que no les quede duda, les debemos la comida internacional. Los clientes de los primeros restaurantes de comida china, o italiana, hablaban el mismo idioma que los dueños y los meseros. Eran el lugar de encuentro de una comunidad aún no asimilada. Y, poco a poco, los inmigrantes fueron invitando a sus nuevos amigos, los nuevos sabores encantaron a los locales, y esos restaurantes florecieron. Pienso, por ejemplo, en los cubanos de Miami, que alimentaron su nostalgia por la isla con congrí, tostones, pastelitos de guayaba y ropa vieja. No olviden que en Estados Unidos, Goya comenzó como el negocio de un inmigrante español, y se convirtió en un imperio porque supo proveer a los latinos de aquellos ingredientes que echaban de menos.
Eso ocurre ahora con la diáspora venezolana. Más de cinco millones personas que huyeron de la violencia, la inseguridad, el hambre y la falta de medicinas en Venezuela; y empiezan a construir vidas nuevas en lugares donde se habla español con acentos distintos o en lenguas que les son ajenas y, lamentablemente, soportando una absurda xenofobia. Pero creo que ellos, encantadores, pronto conquistarán simpatías a punta de arepas (y, con esas obras maestras llamadas hallacas que salen de sus cocinas en cada Navidad).
Yo crecí en Ecuador, en los años en que Venezuela era un destino para la inmigración ecuatoriana y las telenovelas más exitosas en los canales de televisión locales venían de aquel país. La influencia cultural era tan grande que apuesto que la mayoría de mi generación entendía lo que quería decir chamo, conocía a la Virgen de Coromoto y, aunque quizás nunca hubiéramos visto o probado una en la vida, sabía lo que era una arepa.
Hoy, segundo sábado de septiembre, es el Día Mundial de la Arepa, que la Organización Venezolanos en el Mundo celebra desde 2013 para promover la integración de los venezolanos en el extranjero. Si aún no has probado una, es el día perfecto para hacerlo y contarlo en redes sociales con la etiqueta #DíaMundialDeLaArepa.
Cuando estás lejos de casa, no hay recuerdos más intensos que los que se disparan por un aroma o por el sabor de un bocado. La felicidad muchas veces tiene la forma de aquel plato que se disfrutaba en familia a diario, o de aquel otro preparado solo en ocasiones especiales. Celebremos la arepa, que es la Venezuela añorada de los inmigrantes, y poco a poco también se irá convirtiendo en parte de nuestro patrimonio gastronómico hispanoamericano, como el ceviche o los tacos: aquellas comidas típicas que, en un abrir y cerrar de ojos, casi sin que nos diéramos cuenta, se convirtieron en internacionales.