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Cuando un asesinato es una medida de justicia, se acabó todo

7 de octubre de 2024 22:01 h

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Digo que “se acabó todo” porque no me entraba más en el título de esta reflexión. En realidad, el “todo” es muy amplio, como todos los “todos”. Lo que quería decir es que se acabaron los derechos –todos–, se acabó la convivencia –toda–, se acabó la paz –toda también– y, cómo no, se acabó el Derecho –el nacional, el internacional, el humanitario… todo él–.

Se preguntarán ustedes a qué me refiero. Afirmarán sin duda que, por supuesto, si un asesinato se reputa un acto de justicia, no hay más que hablar. Considerarán que nadie, cabalmente, sostendría lo contrario en este tiempo. Estimarán que semejante idea no es sostenible, tal como se contempla en las legislaciones de todos o la mayoría de los Estados y también, por supuesto, en el Derecho Internacional.

Pues siento aguarles la fiesta. Porque, aunque todo lo dicho es cierto, también lo es que hay quien se atreve a asegurar que el asesinato de una persona “es una medida de justicia para sus víctimas”. 

Lo ha dicho recientemente, exactamente el 28 de septiembre, según todas las agencias de prensa, el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, Joe Biden. Lo ha dicho, no en abstracto, no, sino refiriéndose al concreto asesinato – no sé si lo ha llamado así, la verdad, pero fue eso y no otra cosa– del líder del grupo chií libanés Hizbulá, Hassán Nasrala. Ha dicho eso literalmente. Y, para sostener la brillante idea, añadió que “Hassán Nasrala y el grupo terrorista que lideraba, Hezbolá, fueron responsables de matar a cientos de estadounidenses durante un reino de terror de unas cuatro décadas”, reiterando, cómo no, que esta muerte “debe ser situada en el contexto de la masacre que comenzó con la matanza perpetrada por Hamás el 7 de octubre de 2023” y reafirmando “el derecho de Israel a la autodefensa”.

Estas son las palabras exactas del presidente Biden. Toca ahora valorarlas. Y lo cierto es que he visto pocas referencias a las mismas, muy poca información y menos opinión. Cada cual tiene su corazoncito y su sensibilidad, desde luego.

Pues mi corazoncito ha sido tocado. No tengo nada que objetar, sino más bien al contrario, al recuerdo del brutal ataque de Hamás contra Israel hace justo un año, en el que mató a unas 1.200 personas y secuestró a otras 251, de las que algunas ya han sido –también– asesinadas, desconociéndose el paradero y estado de las restantes, en una situación dramática e injusta para ellas y quienes las quieren. Y, aunque no conozco, por supuesto, a ninguna de estas víctimas, afirmo que fueron 1.200 asesinatos, ninguno explicable ni justificable, todos absolutamente injustos y todos ellos totalmente rechazables. Ninguna de esas personas merecía morir, en nombre de nada, por ninguna causa ni por, en su caso, ninguno de sus actos.

Lo que ha seguido después tampoco tiene nombre. Las 42.000 víctimas mortales del no menos brutal y continuado ataque que dura ya un año de Israel sobre Gaza son, igualmente, víctimas injustas. Incluso si, como escuchaba hoy mismo a una representante del Gobierno de Israel, más de 10.000 de ellas hubieran sido miembros de Hamás. Porque, sean quienes sean, han sido víctimas de una injusticia manifiesta. 

No me referiré ahora a estos hechos ni a las reacciones –o parálisis– internacionales ni a las decisiones de la Corte Internacional de Justicia ni a los llamamientos a no suministrar más armas a Israel ni a los intereses y movimientos más que interesados de los distintos Estados. Con ser más que relevante, no es esto lo que me interesa ahora.

Parto de la idea de que un factor clave para medir el progreso humano y social es el de la respuesta de la sociedad y de los Estados a las infracciones –a veces extraordinariamente graves y repugnantes, desde luego– cometidas por sus miembros a las normas que en el grupo rigen y, sobre todo, a las vulneraciones de los derechos de otras personas. Y tengo también en cuenta que esa respuesta no debería jamás vulnerar derechos humanos básicos, como el derecho a la vida o a tener un juicio justo y derecho efectivo a la defensa, también consagrado como un derecho humano. 

Algo que no ha tenido ninguna de las víctimas a las que me he referido. Pero tampoco Hassán Nasrala. Por lo tanto, no ha habido justicia en esta muerte ni pueden entenderse en modo alguno reparadas las injusticias que, en su caso, Nasrala hubiera podido cometer. Y es que nunca una injusticia repara o sana otra ni genera auténtica satisfacción a nadie. 

Esto nunca ha funcionado. Y, si el Estado participa en tales crímenes, menos aún. Esto no funciona nunca ni en ningún lugar porque, como el Partido Demócrata de los EEUU defendió en 2016 –lo traigo a colación porque es muy relevante para el tema–, es un castigo “cruel, arbitrario e injusto” e incluso, ahí es nada, “costoso para los contribuyentes e ineficaz para disuadir el crimen”. Siendo lo cierto que se estarían aplicando, sin juicio ni defensa, penas como la de muerte, no previstas ni admitidas salvo en algunos Estados –Joe Biden sí que sabe de esto y lo mismo Kamala Harris que, según parece, va a evitar pronunciarse al respecto en su campaña electoral, no vaya a ser que la líe–.

Y es que, cuando los derechos humanos se vulneran por el Estado, se produce, además, un perverso efecto de deslegitimación del propio Estado de Derecho, primer llamado a cumplir las propias normas, a garantizar y defender los derechos de la ciudadanía y a facilitar el camino de averiguación y, en su caso, enjuiciamiento y sanción de cualquier hecho delictivo. 

En este sentido, el terrorismo de Estado –así lo califico en este caso– es un elemento profundamente deslegitimador, pues representa como ningún otro el rechazo a los derechos, a las normas y a los procesos judiciales y supone la aceptación, en este concreto caso, de la pena de muerte en ejecución sumaria sin defensa alguna, consagrando también la arbitrariedad más absoluta, al aplicar decisiones no basadas en norma ninguna ni en finalidad legítima, pues por esta vía se admite el uso de la fuerza y la venganza fuera del único marco en que deben ser aceptables, esto es, en el del Estado de Derecho. 

Por otra parte, el presidente Biden, con estas reflexiones, transmite al menos tres ideas tan altamente peligrosas como mendaces. De un lado, la de que el Estado de Derecho y el Derecho Internacional, en el caso, carecen de medios o mecanismos válidos para luchar eficazmente contra determinados fenómenos delictivos –el terrorismo, el narcotráfico en otros lugares…–, lo que termina por deslegitimar la democracia misma al revelar la ineficacia e irrelevancia de sus instituciones. De otro lado, la idea de que el Estado no puede tener límites –ni siquiera los derechos humanos más básicos– en la lucha contra estos terribles fenómenos. Finalmente, la idea de que, cometidos desde y por el Estado semejantes crímenes –“actos de justicia”, en sus palabras–, resulta otra dramática consecuencia, la de su asegurada impunidad, dadas las evidentes dificultades y trabas puestas para su investigación y conocimiento y dado, en este supuesto, el claro beneplácito y apoyo, expreso o tácito, de una buena parte de la comunidad internacional.

No, presidente Biden, no hay ni puede haber justicia para nadie en el asesinato de una persona, ni siquiera para sus víctimas, que merecen una respuesta –una justicia– auténtica y respetuosa de los derechos de quien tanto daño les hubo causado.

Pero qué le voy a contar al presidente de un país que en 2011 asesinó a Osama Bin Laden, siendo presidente Barack Obama, en una operación que no fue sino una ejecución extrajudicial en un contexto que todavía me sigue poniendo los pelos de punta. Un país que aún mantiene, sin imputación ni acusación alguna, a unas 30 personas presas en la base de Guantánamo tras los también crueles atentados contra las Torres Gemelas en 2001.

Cuando la vida y los derechos de unas personas valen más que los de otras, cuando se puede decidir impunemente sobre la vida y la muerte en nombre de la justicia, es la injusticia la que se hace fuerte e impera. Y así nos va.