Ataque a las instituciones
La frase más lapidaria que haya pronunciado hasta el momento una figura del establishment político sobre el escándalo de corrupción del rey emérito la soltó José María Aznar en su entrevista con Jordi Évole el domingo pasado: “Si el que representa una institución no cree en ella, ¿por qué van a creer los demás?”. El expresidente se atrevió a decir sin pelos en la lengua, con demoledora sencillez, algo hasta entonces tabú en los círculos tradicionales de poder: que los líos de Juan Carlos I son mucho más que un asunto personal del anterior monarca y afectan seriamente a la Corona como institución. Si alguien de tendencia ideológica progresista hubiese dicho exactamente lo mismo que Aznar, los seguidores del expresidente lo habrían tildado de enemigo de la Constitución y de las instituciones.
Ahora bien: pese a lo lejos que fue, Aznar se quedó corto. Porque, a la vista de las noticias que vamos conociendo por imparable goteo, las andanzas del emérito ya no comprometen solo a la Corona, sino que han comenzado a afectar a otras instituciones capitales para el funcionamiento del Estado, como la Fiscalía o la Agencia Tributaria. En muchos ciudadanos se ha instalado la peligrosa percepción de que ambos organismos están actuando con demasiada laxitud en este caso, quizá con la intención de facilitar a Juan Carlos I una salida digna al embrollo y evitarle un vergonzante proceso penal.
Pese a que el CIS suprimió en 2014 las preguntas relativas a la Corona, tras la publicación de un barómetro que la dejaba muy mal parada, no resulta temerario afirmar que son muchos los españoles desafectos a la Monarquía, aunque solo una pequeña parte de ellos lo manifieste de manera beligerante. Existe un segmento amplio de población que, sin ser monárquica, se ha mostrado hasta ahora dispuesta a convivir con las reglas del juego establecidas en la Constitución de 1978, que establece, por lo demás, un férreo blindaje a la Corona. Lo que está por ver es hasta cuándo durará ese pacto tácito de condescendencia, a la luz de las informaciones que van trascendiendo: la repentina regularización fiscal del emérito por 4,4 millones de euros; el singular crowdfunding que hizo entre empresarios amigos para recaudar esa suma bajo el esquema de supuestos préstamos a intereses muy por debajo de los valores de mercado, incluso al tipo 0%; la vacunación contra la Covid que el exmonarca y sus hijas Elena y Cristina se hicieron en los Emiratos Árabes, donde el emérito se encuentra capeando el escándalo de corrupción. No es del todo cierto que las infantas se hayan saltado el turno de vacunación en España; donde lo hicieron fue en la satrapía árabe donde reside su padre, y dudamos de que algún emiratí se atreva a denunciar ese trato de favor so riesgo de perder literalmente la cabeza. Tampoco es exacto decir que las dos hermanas viajaron con cargo al dinero de los contribuyentes españoles, puesto que ya no perciben ingresos de los Presupuestos Generales; a lo sumo se podrá alegar que sus bien remunerados cargos en Mapfre y la Caixa son fruto de enchufes reales. Pero convengamos en que la imagen que han dado es muy fea.
Como fea, además de inoportuna, fue la decisión de montar una ceremonia atípica de conmemoración del 23F para colar una reivindicación de la figura de Juan Carlos I como adalid de la democracia, quizá justa en otras circunstancias, pero no en un momento en que el exmonarca está hundido hasta el cuello en el lodazal de la corrupción. Lo mismo cabe decir del anunciado viaje de la princesa Leonor a Gales para estudiar en uno de los colegios más exquisitos de Europa, en medio de una de las catástrofes sanitarias y económicas más graves de la historia reciente del país. ¿No era más apropiado, por ejemplo, enviarla un año a un instituto público español y lanzar así un mensaje de afecto y solidaridad a su atribulado pueblo, aun a riesgo de que algunos tacharan el gesto de demagógico? Resulta difícil entender que no haya al menos un consejero áulico que haga entender estas cosas tan elementales a Felipe VI, que ha proclamado en más de una ocasión su deseo de acercar la Corona a los ciudadanos.
Se ha vuelto un lugar común afirmar que Juan Carlos I ha hecho más por demoler la monarquía que todos los antimonárquicos juntos a lo largo de décadas. No solo Juan Carlos I: desde las trapisondas que llevaron a prisión a Iñaki Urdangarin, pasando por el disfrute por varios miembros de la familia de unas tarjetas opacas sufragadas por un magnate mexicano, la Corona se encuentra en un remolino del que no logra salir pese a los esfuerzos hercúleos de los muchos cortesanos del mundo político y empresarial por proteger la institución de las turbulencias. Y, por la razón que fuere, Felipe VI no ha logrado reencauzar la institución que encabeza, pese a algunas medidas, sin duda difíciles para cualquier hijo, que ha tomado para distanciarse de su padre. Invocar los barómetros del CIS para argumentar que el debate sobre la monarquía no preocupa a la gente es tramposo: resulta apenas natural que muy pocos citen la monarquía cuando se les pregunta cuáles son los tres principales problemas del país, teniendo sobre el cogote la pandemia, la crisis económica y el paro. Si tan convencidos están de que el tema no interesa a la sociedad, ¿por qué no recuperan la pregunta específica sobre la Corona que suprimieron hace casi siete años y se sale definitivamente de dudas?
Pero todo ello no es lo peor, por peregrina que pueda parecer esta afirmación. Si la crisis de la Corona no se resuelve con inteligencia y respeto a las reglas democráticas, acabará arrastrando, como de hecho ya ha empezado a suceder, a otras instituciones. Un país no se puede permitir que los ciudadanos pierdan la confianza en el Fisco, menos aún en una coyuntura de extrema dificultad económica para la mayoría de la población. O que duden de la integridad del organismo responsable de defender ante la justicia los intereses del Estado. O que contemplen impasibles, como si fuese un juego, los malabarismos de su gobierno para defender lo indefendible. Muchos se preguntan, entre otras cosas, por qué Juan Carlos I aún mantiene el título de emérito que le inventó mediante Real Decreto el Gobierno de Rajoy, cuando, según coinciden algunos juristas, se le podría retirar por el mismo procedimiento administrativo.
No. Los ataques más feroces contra las instituciones no provienen de los que nos pretenden hacer creer desde ciertos círculos de poder, sino de las propias entrañas del establecimiento. Y eso que no he tocado en esta columna el secuestro del poder judicial por parte del Partido Popular, atemorizado ante la avalancha de sentencias sobre sus escándalos particulares de corrupción que vienen en camino.
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