Un médico forense examina el cuerpo de una mujer que denuncia haber sido víctima de violencia sexual. Durante la exploración, no se sabe si por los nervios o a las cosquillas, a ella se le escapa la risa. El forense decide que ese impulso resta credibilidad a su testimonio, y así lo hace constar durante la exposición de sus conclusiones en el posterior juicio. Finalmente, el juez secunda esa apreciación en la sentencia: por haberse reído, la demandante ya no resulta tan creíble. Este es un caso real documentado en España el año 2014.
Algo ocurrió durante las concentraciones del pasado viernes en varias ciudades españolas. Muchas y muchos lo notamos. Fue una especie de agitación premonitoria, la misma sensación que me empujó a contactar a Patsilí Toledo, doctora en Derecho, experta en feminicidio y profesora de Criminología en la Universidad Pompeu Fabra.
Ella me habló de la mujer que se rió con el forense, y también de otros casos españoles en los que la víctima parece haber sido la parte juzgada. Toledo me lanzó una advertencia: nos estamos escandalizando ante algo habitual. El tratamiento de la denunciante y de los acusados en el caso de los Sanfermines no es una excepción en nuestro país, sino que es lo común en los casos de violencia sexual.
Permitidme que os lo cuente todo con mi mejor sonrisa torcida.
“Aquí no hay ni dios â¹”. Tecleé esta frase el pasado viernes, nada más llegar a la sede Conselleria de Justícia de Barcelona. Le contaba por Whatsapp a una amiga que casi nadie se había acercado para protestar contra la violencia sexual y el caso de La Manada. Resultó que yo había llegado demasiado pronto, y que mis habituales despistes habían alcanzado una nueva cima. La convocatoria de Twitter decía “17N 18:30”. Pues bien, yo entendí que la concentración duraría hora y media. Efectivamente, asumí que la protesta por el tratamiento judicial de una joven que había denunciado ser víctima de una violación grupal de la cual existen grabaciones, una protesta por las agresiones sexistas, por los asesinatos —por todo—, debía terminar puntualmente a las 18:30. Curioso marco mental.
Para cuando me di cuenta de mi confusión, el chaflán ya estaba lleno de gente. Llegó Berta, periodista, con cara de desánimo. Dijo “es demasiado” y “frustración”. Dijo que ella protestaría hasta el fin de sus días, pero que sentía que “así”, nada iba a cambiar. Le dije a Berta que es físicamente imposible señalar y corregir todo el machismo que nos rodea, que quizá los feminismos tendrían que cambiar de estrategia. De pronto se hizo el silencio. Desde el portal de la Conselleria, una mujer trataba de hablar con un megáfono ridículamente pequeño, que incluso apagaba aún más su voz. Todas callábamos por respeto, pero la mayoría no oíamos nada.
Cortamos la calle Pau Clarís con cierta pesadumbre, arrastrando un poco los pies. Pero nos dispusimos en corro y empezamos a cantar consignas leyéndonos las pancartas, viéndonos las caras. Entonces ocurrió algo asombroso: una energía empezó a recorrernos, un ritmo. Gritábamos cada vez más. Alrededor del círculo de asfalto sobresalían las mandíbulas abiertas, bailaban algunos pies. Entonces un chico empezó a golpear un contenedor a modo de tambor y alguien ululó. Muchas respondimos instintivamente con un aullido. Nos sonreímos porque algunas habían imitado el cántico nativo americano y otras habían elegido ser mujeres bereberes. Tímidamente empezamos a disfrutar. Gritábamos en medio de la ciudad como si se tratara de un clamor propio y antiguo. Una de la organizadoras cerró los ojos y se llevó las manos a la cara. Luego miró al cielo. No podía creer el escándalo que estábamos armando. No podía creer que, de pronto, fuéramos así de poderosas.
Decidimos echar a andar e interrumpir el tráfico a nuestro paso. Íbamos seguras, prendidas. Como si fuéramos la chispa de un 15M feminista. Bajamos por Vía Laietana y terminamos en Plaza Sant Jaume, hicimos una sentada y otra vez se produjo un silencio fuerte y poderoso. Finalmente, se convocó una manifestación para el próximo 25 de noviembre. Volví a casa con la sensación de que algo acababa de ocurrir.
Pese a que en mi entorno digital ha habido una condena casi unánime a la admisión del informe de un detective privado sobre la vida de la víctima después de la agresión, también es cierto que he leído que decirle a un juez cómo debería actuar y condenar sin sentencia es propio de una manada. Que las feministas no deberíamos actuar como una manada.
Si bien de forma mayoritaria la indignación se ha manifestado por la naturaleza feroz del caso —uno más— y por las decisiones acerca de las pruebas, en estos mantras tan utilizados hay al menos una suposición cuestionable y una consecuencia devastadora. Es cuestionable la idea de que la ley es neutral y que los jueces utilizan herramientas quirúrgicas, desinfectadas de prejuicios, a la hora de tomar un caso. La consecuencia devastadora del mantra es que muchas mujeres dudamos automáticamente de nuestra percepción, que no suele estar auspiciada por los pilares del sistema, ni por las togas, ni por los birretes, ni por las batas blancas.
Por ese motivo llamé a Patsilí Toledo. Además de haber estudiado en profundidad el sustento patriarcal de la judicatura española y de la de otros muchos países, especialmente latinoamericanos, fue consultora de las Naciones Unidas en este ámbito.
Toledo ha estado observando el caso de los Sanfermines. Tenía la esperanza de que la atención mediática sobre el caso frenara la reiteración de los estereotipos más persistentes en materia de violencia sexual. Se equivocaba, y el caso de Pamplona podría engrosar el último estudio en el que ha participado como miembro del grupo de investigación Antígona, en el cual se tomaron casos de la jurisprudencia catalana.
Dicho estudio demuestra que sigue existiendo una víctima ideal, “a la que se le exigen ciertas características y cuyo trauma debe expresarse de una determinada forma”. Si finalmente el juez valorara las pruebas del detective, “supondría una deslegitimación del sufrimiento de la víctima”.
Resulta que no estamos ante una decisión procesal repulsiva, sino ante una práctica censurada en el derecho penal internacional. “En el estatuto de la Corte Penal Internacional no está permitido presentar pruebas sobre la conducta previa de la víctima, ni tampoco posterior a la agresión porque considera irrelevante”.estatuto
Por el contrario, en el derecho penal español esta práctica continúa plenamente vigente. “El desconocimiento del marco jurídico internacional por parte de la judicatura española es flagrante”, cuenta Toledo. “Dudo que se conozca el Estatuto de Roma, ni las recomendaciones de organismos como la CEDAW, tampoco los tratados internacionales de derechos humanos que, si bien no son de aplicación directa, se debieran conocer y aplicar”.
Según Toledo, en la mayoría de países del mundo la violencia sexual es la piedra de toque en el acceso de las mujeres a la justicia. “Los estereotipos son prejuicios, y estos prejuicios, en un sistema de justicia que se supone imparcial, impiden a las mujeres el acceso a un juicio justo”. Es un atentado gravísimo al que nadie parece prestar atención.
Pero, ¿y el sentido común?, le pregunto a Toledo. Hasta el hombre más machista sabe que vivimos en un mundo que agrede a las mujeres constantemente. Pero al parecer, los delitos sexuales tienen una historia muy particular.
Durante siglos, lo que se ha protegido no ha sido la integridad de las mujeres y niñas, sino la honestidad y el honor. Esos valores no han sido eliminados de nuestra cultura, lo cual provoca que se juzgue la conducta de las mujeres en situaciones en las que ellas son las receptoras de la violencia. “Solo cuando ellas han tenido una buena conducta son merecedoras de una protección penal”.
Nuestra sociedad empieza a comprender que las mujeres no son culpables de ser agredidas, pero en el sistema judicial las sentencias siguen argumentando “en base a unos códigos totalmente patriarcales”. Por ejemplo, es muy habitual que se cuestione a las víctimas por no haber denunciado inmediatamente después de la agresión, “cuando lo que se sabe por las investigaciones sobre la conducta de las víctimas es que tardan muchísimo tiempo, incluso años, en hacerlo. En cambio, se asume que si una mujer ha tardado en denunciar es que está mintiendo”. Todo ello nace de la creencia mitológica de la maldad de las mujeres, de la idea de que provocamos y que tratamos de someter al varón con falsedades. De hecho, si leyéramos sentencias de casos de violación del siglo XV, nos sorprendería la similitud con las sentencias actuales. Para quien esté interesado, Toledo recomienda Historia de la Violación de Geoges Vigarello.
Toledo apunta otro caso reciente. Hace poco se tomaron fotografías de supuestas víctimas de trata en un bar, y se argumentó que como aparecían sonriendo, no era posible que estuvieran siendo víctimas de algo tan terrible. Quien piense así, sencillamente es que no sabe lo que significa ser mujer en este mundo. “Las mujeres, desde niñas sufrimos diversas formas de violencia sexual y de género y convivimos de forma natural con ella. Pero cuanta más sensibilización hay sobre el daño que causan las violencias de género, más se exige acreditar un nivel de trauma y de sufrimiento permanente”.
Me despedí de Patsilí Toledo diciéndole que resulta increíble que toda esta cultura patriarcal se pueda sostener en los juzgados, que se hagan tan pocos esfuerzos para analizar la realidad desde una perspectiva de género. Nada más colgar pensé que, en realidad, lo que resulta increíble es que las mujeres podamos sostener tantas agresiones y acoso durante tanto tiempo. Lo que asusta es cómo hemos llegado a normalizar determinados grados de violencia y discriminación para, sencillamente, vivir en paz.
Eso se ha filtrado tan adentro que incluso siendo feministas observamos con incredulidad —mirando al cielo— la protesta vehemente de un grupo de mujeres en pleno 2017. E incluso creemos por unos momentos que esa protesta tiene un horario.
Por eso creo que es necesario cambiar de estrategia. Sin menospreciar cada conquista del espacio mediático, cada denuncia pública en las redes, creo que estamos en una persecución que promete dejarnos exhaustas y sin premio. Las batallas digitales son el nuevo sustento de los medios, y creo que muchas intuimos que ha llegado el momento de invertir menos tiempo y energía en las trincheras digitales porque es hora de empezar a construir poder. Social, político. Poder.