Que un país como esta España aspire a unos Juegos Olímpicos, evento en el que se encarnan valores antitéticos a los que dominan las noticias de corrupción y podredumbre política de nuestro día a día, suena a broma de mal gusto. Pero, más allá de que para justificar el rechazo a la celebración de los Juegos Olímpicos en Madrid bastaría con remitirse a esa cuestión ética esencial, hay otros argumentos que tampoco se pueden dejar de lado si se trata de oponerse a la celebración de los mismos en la capital del reino.
Y es que también suena a una broma de muy mal gusto que se pretenda convertir la austeridad en un valor para promocionar los Juegos Olímpicos (los “Juegos de la austeridad”, los llaman algunos tratando de alejar de la vista de la ciudadanía su coste real en estos tiempos de penuria) cuando quienes están padeciendo dicha austeridad son víctimas de recortes continuados que se aplican bajo esa etiqueta y con la excusa de la inexistencia de recursos públicos para atender sus necesidades.
Habría que recordar aquí que si algo define a la economía en su versión más convencional y neoclásica, la que seguro que asumen quienes defienden este proyecto de empobrecimiento colectivo en el que estamos insertos, es su condición de ciencia de la elección. Eso significa que la economía, así entendida, se encarga de proporcionar instrumentos para elegir cuando hay que tomar una decisión sobre recursos escasos susceptibles de usos alternativos. Los criterios para esa toma de decisiones pueden ser muy diversos y es ahí donde, al sacralizar criterios técnicos como la eficiencia o la competitividad sobre valores universales como la solidaridad, se imponen visiones eficientistas o competitivas de la economía frente a otras centradas en el ser humano y sus necesidades.
Pues bien, para justificar estos Juegos Olímpicos se está haciendo abstracción interesada hasta de los criterios económicos más básicos, los mismos que resultan tan queridos cuando se trata de justificar recortes. Y así nos encontramos con que sus promotores se están amparando en la supuesta existencia de beneficios futuros tan generales como inciertos para los que se está dispuesto a sacrificar recursos presentes necesarios para atender las necesidades básicas de una población a la que, al mismo tiempo, que se la desposee de atención se le exige cínicamente que haga gala de su “espíritu” de sacrificio.
Y hablamos de beneficios futuros inciertos porque, frente a las declaraciones previas acerca de los incuestionables beneficios que se derivan de la celebración de este tipo de eventos, la literatura económica al respecto, centrada en la evaluación del impacto que los mismos acaban teniendo sobre la economía del país, la región o la ciudad en la que se celebran nos muestra que dichos beneficios no acaban finalmente siendo tales. La razón es que se tiende a sobreestimar los beneficios y a minimizar los costes, es decir, se tiende a engañar a la población haciéndoles creer que se puede tener a la vez pan blando y circo olímpico a coste cero o, incluso, con beneficios.
Basta con remontarse a la reciente catástrofe económica que supusieron los Juegos Olímpicos para la ciudadanía griega, cuyo coste superó los 9.000 millones de euros, para tener una referencia inmediata de lo que puede ocurrir en Madrid. Pero, claro, como en los tiempos que corren nadie quiere compararse con Grecia, hay que ampliar la mirada y para ello hay diversos estudios que analizan con técnicas de coste-beneficio a posteriori los impactos que han tenido este tipo de acontecimientos.
Sobrecoste sin impacto en el empleo
Lo que nos muestran esos estudios es que, por ejemplo, la realización de unos Juegos Olímpicos constituye el megaproyecto en el que el sobrecoste sobre el presupuesto inicial es mayor o, lo que es lo mismo, en los que en mayor medida se engaña a la ciudadanía acerca de los recursos que hay que comprometer para poder realizarlos. Así, según han calculado Flyveberg y Stewart (2012), el sobrecoste en términos reales por término medio de organizar unos Juegos Olímpicos ha sido de un 179% y de un 324% si hablamos en términos nominales. Es decir, si hay algo que puede sacarse en claro del análisis de los costes implicados en unos Juegos Olímpicos es que tienden a ser sistemáticamente infravalorados por sus promotores.
Algunos ejemplos sirven para demostrarlo: según Pasqual et al (2012), el presupuesto inicial de los Juegos de Londres de 2012 se multiplicó por más de 4; el de los Juegos de Invierno 2014 en Sochi (Rusia) ya se ha multiplicado por más de 3 y, para tener una referencia propia, el sobrecoste de Barcelona 1992 fue de un 417%. Y, por otro lado, más allá de los efectos expansivos inmediatos derivados de la construcción de las infraestructuras de diversa naturaleza necesarias para la celebración del acontecimiento, lo que también muestra el análisis empírico de evaluación del impacto de unos Juegos Olímpicos es que, en la mayor parte de los casos, no hay ninguna repercusión positiva en términos de creación de empleo una vez celebrados los Juegos (Billings y Holladay, 2010).
La conclusión económica es, por tanto, muy clara: nos encontramos ante un tipo de acontecimiento en el que, más allá de lo que anuncian sus promotores políticos, sólo hay certeza previa de sus costes y de la infravaloración generalizada de los mismos pero no de sus beneficios. Sobre estos últimos sólo puede constatarse la existencia de afirmaciones cabalísticas acerca del número de empleos que se generarán, sobre los difusos impactos en términos de afluencia de público o de incremento del flujo de turistas de ahí en adelante. Nada concreto y todo vaporoso.
Sorprende, por tanto, que la misma exigencia de rigor y filosofía actuarial con la que se justifican los recortes sociales no se aplique a la toma de decisiones de una actividad que, nuevamente, volveremos a pagar entre todos, sea cual sea su balance final. Y, por si sirve de algo, me permito recordarles, queridos lectores, que tampoco el rescate de la banca nos iba a costar un euro. Ya van por más de 60.000 millones. A ver si cada medalla olímpica nos sale al mismo precio.