Parece como si se hubiera decretado el silencio oficial sobre Cataluña. Desde hace ya bastantes meses, los partidos políticos españoles, los diarios de mayor difusión y no digamos las grandes cadenas televisivas miran para otro lado. Como si el independentismo se hubiera disuelto en el aire, como si los proyectos separatistas hubieran dejado de existir. Tal actitud responde necesariamente a una consigna, a un acuerdo tácito. Pero es una salida ridícula, que sólo nace de la mediocridad y de la impotencia. Y que en un futuro muy próximo puede chocar con la realidad de los hechos. Que dicen que Cataluña es el mayor problema de la política española. Y que puede condicionarlo todo.
El 11 de septiembre, centenares de miles de independentistas volverán a salir a la calle. 180.000 personas ya se han apuntado a la manifestación de Barcelona y la prensa catalana cree que de dos a tres veces más atenderán al llamamiento. Más o menos las de siempre. Y aunque sean unas cuantas menos, algo que haría las delicias de los listos de turno, dará bastante igual. Porque las imágenes de la manifestación, que los medios estatales tratarán de redimensionar todo lo posible, demostrarán que el independentismo sigue en pie. Tal y como no dejan de confirmar los sondeos demoscópicos que dicen que la fuerza electoral de ese movimiento sigue prácticamente igual de alta que siempre.
Un mes después, la protesta catalana volverá al primer plano de la actualidad. En esta ocasión seguramente traspasando las fronteras del independentismo. Porque por esas fechas se conocerá la sentencia del juicio al procés y cualquier condena merecerá el rechazo de muchos catalanes que no votan a los partidos soberanistas. Pero que desde el primer día han rechazado la actuación de la justicia española en este capítulo y aun más que los acusados estén en la cárcel… desde hace casi dos años.
No se sabe lo que puede ocurrir en esos días. Los mayores partidos independentistas andan a la greña al respecto. Oriol Junqueras y ERC proponen que la respuesta a la sentencia sea la convocatoria de las elecciones catalanas que habría de confirmar, si no aumentar, la fuerza parlamentaria del soberanismo. Y está sugiriendo que Los Comunes, la marca catalana de Podemos, por decirlo rápido, se podría sumar al proyecto de un nuevo gobierno con el PdCat y facciones próximas al mismo, ERC y la CUP.
“Aquí seguimos. Y cada vez más fuertes, a pesar de la sentencia”, sería el mensaje político que los resultados de esos comicios transmitirían a los políticos de Madrid y al resto de España y también a Europa. Pero ni Puigdemont ni el president Torra están por esa labor. Dicen que unas elecciones en las circunstancias de octubre “debilitarían” a las instituciones, en las que mandan ellos y los suyos, cuando menos falta haría. Pero a nadie se le oculta que tras esa advertencia puede estar el temor a que Junqueras y ERC tengan el gran éxito en las urnas que los sondeos pronostican y a que los herederos del PdCat queden muy mal parados.
Desde el punto de vista de la política española en general, esas divergencias no son importantes. Cuando menos hoy por hoy. El dato del que hay que partir es que en estos momentos quienes en Cataluña defienden el derecho a decidir, que las leyes españolas rechazan, siguen siendo mayoría y que muchos de ellos siguen creyendo en la independencia.
Con el dato adicional de que ninguna de las fuerzas políticas catalanas opuestas a ese planteamiento da la menor muestra de que en un futuro previsible vaya a ser sea capaz de modificar ese designio. La luz de Ciudadanos parece haberse apagado —los sondeos pronostican que hoy obtendría menos de la mitad de escaños que logró en 2017—, el PSC está algo mejor, pero no mucho, y el PP prácticamente ha desaparecido del panorama.
La pelea, que veremos hasta donde llega, entre Junqueras y Puigdemont tendría otro interés para la política española si una de esas dos partes estuviera realmente trabajando por articular una propuesta para entenderse con el gobierno de Madrid. Lo cual requeriría que alguno de los partidos estatales, y particularmente el PSOE, estuviera dispuesto no sólo a escucharla, sino también a negociarla.
Y esa posibilidad es pura fantasía. Hay algún rumor, algún gesto en esa dirección, los de Rufián podrían ser elocuentes si el personaje no fuera tan veleta. Pero en realidad no hay nada. Los partidos estatales siguen en las mismas posiciones que hace dos años. El PP y Ciudadanos en su radicalismo centralista que creen que es su principal atractivo electoral. Y el PSOE, incapaz de contestar con un mínimo de coraje esa cerrazón que no lleva a parte alguna. Porque cada vez que ha movido un dedo en esa dirección ha recibido tantos palos, de la derecha y de los grandes medios, particularmente autónomos en el capítulo catalán, que prefiere callarse.
La situación está tan bloqueada que no merecería ser comentada. Si no fuera porque se avecina una nueva tormenta catalana. Cuyo grado de intensidad dependerá de la dureza de la sentencia. Sobre la que no cabe hacer pronósticos, porque sigue pudiendo ser terrible o no, tesis esta última a la que se apuntan unos cuantos. Y si no fuera porque la política española está en medio de un pantano. Del que no se sabe como va a salir, haya o no elecciones en noviembre.
Y una de cuyas causas es su incapacidad de hacer algo para afrontar la crisis catalana. Silenciarla no es solución alguna. Porque una vez más va a estallar sin pedir permiso. ¿Qué haría un eventual, y hoy por hoy imposible, gobierno PSOE-Unidas Podemos ante un nuevo estallido catalán? Y, ¿cómo evitaría el PSOE que, de nuevo, el anticatalanismo y la defensa de la unidad de España fueran las banderas de la derecha en una futura campaña electoral?