O somos Aylan o somos Petra Laszlo

Hay momentos en la Historia (si no todos los momentos de una vida) en que no valen las medias tintas, las posiciones falazmente ecuánimes, la tibieza. Son los momentos de tomar partido, de estar en uno u otro lado. Cada uno de esos lados marca la diferencia, profunda, radical, entre una y otra persona, entre un mundo y otro mundo. El drama de los refugiados es paradigma de esa necesidad de definir quiénes somos y quiénes queremos ser. No caben ambages ni hipocresía: o somos Aylan o somos Petra Laszlo.

Si después de ver el cuerpito inerte de un bebé mecido por las olas del naufragio de la humanidad, lo que se te ocurre decir es que entre los refugiados vienen yihadistas y lo lamentaremos, te has definido, compatriota Maroto. Y has definido tu lado, tu ideología, tu moral, tu partido. Por mucho que entre al quite la compatriota Santamaría, urgida por la necesidad de limpiar de esa basura la cara de vuestras siglas. Ninguna disculpa puede restañar la herida a la decencia que abrieron esas palabras, indiferentes como las olas, cómplices como la indiferencia. No mereces ser uno de los nuestros, compatriota Maroto, por mucho que luego vengas con palabras espurias como “el alma y el corazón de Europa”.

Alguien a quien la imagen de Aylan, la circunstancia en la que se ahogó Aylan, la vergonzosa muerte de Aylan le inspira las palabras “buenismo oficial” se ha definido, compatriota Fernández Díaz; alguien que no ve en el de Aylan el cuerpito de su hijo, el cuerpito de su sobrino, el cuerpito de su vecino, no merece ser uno de los nuestros, compatriota ministro. No hay Santamarías que valgan para rezar perdones a ese pecado.

La Historia nos obliga (nos castiga) a ser Aylan o a ser Petra Laszlo. A ponerte del lado de Asha (que tiene 16 años) y Hamed (que solo tiene 7) en el puesto fronterizo marroquí de entrada a Melilla, o decir “sirios, no” porque “preferimos no meternos”, como ha hecho allí la Delegación del Gobierno español. Esa frase es una zancadilla como la de Petra Lazslo. Ser capaz de pronunciarla sin recordar a ese padre que corre con su propio Hamed en brazos y una bolsa de plástico, y es abatido con un requiebro de tapiz de gimnasio, humillado por el alma rubia de Europa.

Europa la que “se va a pique”, dice Viktor Orban, el presidente de esa Hungría de la que ha mamado esa Petra. Orban el que asegura que no existe el derecho fundamental a una vida mejor. Orban el que levanta alambradas que rasgarán la frágil piel de muchos Hamed. Orban el que teme por el cristianismo europeo. Eso es fanatismo religioso y Orban, un meapilas hipócrita que, como el ultra católico Fernández Díaz, no quiere ver las de Cristo en las heridas de los refugiados, no quiere ver aquellas espinas en sus vallas. Con ellos, Europa se fue a pique hace mucho tiempo.

Pero la suya no es la única Europa posible. Toca definirse y definir cómo se reconstruye. Están los Marotos, los Fernández Díaz, los Orban. Están quienes los apoyan con sus votos y ahora justifican la dureza de su corazón y el egoísmo de su política con los pobres locales de los que no se han preocupado jamás. Y están muchos otros y muchas otras, que exigimos responsabilidad y aspiramos a ser mejores: mejores personas, mejores ciudadanas, mejores naciones. No es buenismo: es justicia, solidaridad, empatía, compasión. Es bondad, así que, si quieren llamarlo buenismo, bien. Mucho mejor que su malismo.

Se trata de escoger entre ser Aylan o ser Petra Laszo. Y, en consecuencia, ponernos manos a la obra para recoger ese vergonzante cadáver e impedir que las olas arrastren uno más, o preparar las botas para que otro niño vea como su padre es tirado al suelo de una zancadilla y se sienta él mismo caer sobre una tierra que, como cualquiera, debiera pertenecerle. La diferencia entre remangarnos o calzarnos marca la Europa, el mundo que queremos ser. Lo que cueste no puede ser una variable. Ni puede ser una excusa el no haber sido solidarios antes. Nunca es tarde para lo bueno.