Bancos centrales: independencia sumisa

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Ha bajado la inflación en el conjunto de la Zona Euro, y en particular, en España, que desde un máximo de un 10,5% interanual el pasado mes de julio, se ha situado en un 5,8%. Es decir, la mitad. Medir la inflación tampoco ofrece puntos de vista irrebatibles; en este sentido, conviene prestar atención a que la inflación subyacente -la desprovista de los volátiles precios de la energía y de los alimentos no procesados-, ha llegado al 7%, pero también a otros cálculos alternativos y no poco oportunos, como el realizado por el investigador belga de la Universidad Pompeu Fabra Jan Eeckhout, que al conceder más peso a los valores más recientes de los precios domésticos, sitúa lo que denomina la inflación instantánea para el Euro en el 4%, y concluye que el periodo de alta inflación ha terminado. Esto reforzaría las tesis de quienes apostaron por un periodo de inflación transitoria.  

Pero una cosa es la inflación y otra las consecuencias de esta: los precios han subido durante muchos meses y los salarios apenas lo han hecho; esto implica un empobrecimiento obligatorio. Los precios se incrementaron durante 2022 en un 8,5%, mientras que los salarios apenas lo hicieron en un 3%. Todo ello ha contribuido a empobrecer a las familias. Algo que puede ser aún más lesivo con aquellos ciudadanos de menor capacidad económica y menos recursos para protegerse del incremento de los productos más básicos. Las bajadas del IVA impulsadas por el Ejecutivo, a fin de amortiguar este daño, no parecen haber sido suficientes. 

Frente a esta escabechina social se presenta la ceguera tecnocrática centralizada. Como principal exponente, una política monetaria adicta a mirar al retrovisor, y en particular, a la crisis de los años setenta. Al ritmo de la Reserva Federal de EEUU y del Banco de Inglaterra, el Banco Central Europeo acaba de subir el tipo de interés de referencia desde el 2,5% al 3%, intensificando así las operaciones de drenaje de dinero en la economía: el mercado interbancario, aquel en el que los bancos se prestan dinero para atender a sus distintas necesidades a corto plazo, sigue encareciéndose -y con ello, incrementando el Euríbor y el coste añadido sobre las hipotecas, un factor adicional de empobrecimiento familiar.  

El efecto de todo ello es un enfriamiento de la economía: resulta más caro pedir prestado, se hacen más difíciles las refinanciaciones de las deudas privadas y el consumo se ralentiza. Todo ello pretende reducir la supuesta presión al alza de la demanda sobre los precios, pero, también, enviar un mensaje de autoridad: el banco central hará lo posible por acabar con la inflación en una guerra sin cuartel para la que se cuenta con todo tipo de medidas y pronunciamientos. El último de estos, el de la presidenta del BCE, Christine Lagarde, ha sido considerado especialmente duro aun sin malvada risa final. 

Las prioridades parecen claras para el prestamista de última instancia, una entidad considerada independiente. Dichas prioridades se ponen de manifiesto en el seguidismo del BCE con respecto a la Reserva Federal: que los tipos de interés norteamericanos hayan subido al 4,5% ha disparado las expectativas de apreciación del dólar con respecto al euro. Las importaciones, mayoritariamente denominadas en dólares -sobre todo las de combustibles-, nos saldrían más caras. Se trata de un impuesto internacional que no se cuestiona y que otorga una ventaja invisible a la potencia eternamente hegemónica. Para evitar ciertos costes de esta sumisión histórica, nuestro banco central sube unos tipos que acaban por encarecer las hipotecas: son las familias las que acaban pagando. Otro aspecto que pocas veces se resalta es el territorial: en España el paro está en el 12,8%, mientras que en Alemania este asciende al 3%, por un 5% en Austria o un 3,5% en el caso holandés. Unos tipos altos tienden a ahogar el empleo para suavizar la inflación, algo que impacta de manera dramáticamente distinta en los países de la Zona Euro.  

Parece difícil, además, que todo este dolor social forme parte de la solución a los problemas. Como afirma el economista Juan Laborda, la especulación en el mercado de las materias primas, con los fondos de inversión ganando millones a cambio de desvirtuar los verdaderos precios de alimentos e insumos, sigue sin ser puesta en cuestión; tampoco el poder empresarial para fijar precios e incrementos continuos, en una economía en la que las grandes corporaciones parecen tener poder de veto sobre las decisiones democráticas. Enfrentarse a estos poderes conlleva un lapso mayor de tiempo y algo más de valentía y compromiso. 

Llama la atención, en este sentido, que España cuente con algunos de los banqueros mejores remunerados del mundo mientras es uno de los países que menos paga por los depósitos de los ahorradores; una anecdótica protesta ha sido la de las colas a las puertas del Banco de España de quienes preferían depositar sus ahorros en las letras y bonos del Estado que dejarlos perder valor en sus marchitas cuentas bancarias. 

Otro hecho son los beneficios récords de una oligarquía financiera poco adepta a la competencia mercantil y beneficiaria de los distintos favores regulatorios y financieros del Estado: entre estas destaca CaixaBank -que se tragó la nacionalizada Bankia-, del BBVA -que, ya hace mucho tiempo, hizo lo propio con Argentaria-, y del Banco Santander -aspiradora en las últimas décadas de entidades sistémicas como el Banco Popular, o el Banesto, entre otras absorciones y fusiones con fuerte apoyo estatal. 

Cabe destacar, en este apartado de oligopolios que contribuyen escasamente a la contención de los precios, la reciente sentencia de la Audiencia Nacional, que exime a las grandes constructoras, como ACS, FCC o OHLA, entre otras, de la prohibición de contratar con la Administración, pese a haberse organizado en cártel durante las últimas décadas para hacerse con las concesiones estatales, algo que no es difícil ver como un atentado corporativo contra la competencia.  

Los guardianes de la teórica y retórica libertad de empresa y los cancerberos del Euro como reserva espiritual tecnocrática se están mostrando muy exigentes con la mayoría y un tanto miopes con una minoría que fagocita la adopción de decisiones, que proporciona dirigentes para las agencias públicas y que recluta a muchos de los exministros y altos funcionarios de los gobiernos más obedientes. La solución de los shocks que experimenta la inestable globalización seguirá descansando sobre las espaldas de unos asalariados que padecen hernias representativas. Una política desconsiderada hacia las personas se deriva necesariamente de un déficit democrático. Evitar una explosión social exige reconsiderar las metas más legítimas de las políticas económicas. Y las motivaciones de las distintas instituciones que nos rigen.