Bárbara y el rey bribón

25 de septiembre de 2024 22:14 h

0

Por fin hemos visto algunas fotos del rey, Juan Carlos, con Bárbara ídem. El placer malsano de entrometerse en los momentos secretos de otra persona se ve incrementado por el gusto de comprobar visualmente uno de los mitos con los que todos crecimos: el del tórrido romance entre la vedette y el monarca y los videos secretos de su fogosidad.

Por lo general, la difusión de imágenes de cualquier momento íntimo de personajes públicos provoca reparo; hay mucho de indigno en entrometerse en los momentos privados de otra persona. Sin embargo, en esta ocasión las circunstancias son diferentes: lo que aparece en las fotos no es excepcionalmente íntimo, las fotos se tomaron para poder publicarlas –por iniciativa de una de las personas que participaba– y, sobre todo, la personalidad del rey emérito legitima en cierta manera la intromisión.

La vida privada del rey es la menos privada de todas. La monarquía es per se una institución excepcional. Implica designar a la persona que ocupa la jefatura del Estado exclusivamente por la sangre, es decir por su familia. Uno llega a ser rey o reina por nacimiento, por la personalidad de sus padres y el lugar que ocupen en el árbol familiar. Esta irregularidad democrática tiene una explicación histórica según la cual representa al país el líder de determinada familia que está llamada desde siempre a dirigir la sociedad. Pero también supone una restricción: en nuestra sociedad tiene interés público con quiénes se acuestan el rey o la reina porque puede plantear problemas de legitimidad sucesoria. De ese modo, la intimidad sexual del monarca adquiere una relevancia social que no tiene la vida sexual de ninguno de nosotros.

Más allá, en el caso de esta institución sanguínea, es muy difícil separar la persona del cargo. Y en nuestro país, más: para nuestra fiscalía y los juristas más conservadores del país, el rey es rey incluso en su vida privada. Defienden que goza de inmunidad por sus actos incluso cuando está cobrando comisiones, chantajeando a antiguas amantes o defraudando a hacienda. Si en su vida privada el señor Borbón goza de los privilegios de un rey, seguramente sea que no es tan privada y es posible conocerla. Especialmente  si algún aspecto de esa vida íntima se sufraga con dinero de todos.

El acceso público a instantes en los que el jefe del Estado no se siente obligado a comportarse como tal, al mismo tiempo, afecta profundamente a la legitimidad de una institución cuyo titular no emana de la voluntad del pueblo. La  monarquía se sustenta en la religión y la magia. El rey tiene mejor derecho que nosotros porque pertenece a una familia mágicamente designada por Dios y la historia para mandar sobre el resto. Una manera de mantener esa magia ha sido siempre la de esconder la vida privada del monarca. Los devotos del rey, con la ayuda de diversos cuentos de hadas, pueden así imaginar que el elegido es alguien especial y que se comporta en su vida cotidiana con un estilo y unos valores muy superiores al del resto de los mortales. Por eso, cada vez que accedemos a detalles de su privacidad impacta comprobar la terrible vulgaridad de Juan Carlos primero.

Cualquiera que haya visto las fotos de las barbacoas que organizaba para su amante alemana y su hijo ha tenido ya antes una impresión parecida. El señor borbón aparecía en ellas con pantalones cortos y una gorra del revés que le daban un aire de pureta disfrazado de rapero muy poco compatible con la idea de elegancia y clase que sus admiradores tienen de él.

Pocas personas superarían con dignidad la prueba del examen público de sus momentos de máxima intimidad. Sin embargo las fotos difundidas tampoco tienen carácter sexual. Las tomó el hijo adolescente de la señora en cuestión, a petición de ella misma. No debe ser agradable descubrir que cuando la persona con la que estás se muestra cariñosa contigo, te abraza o te besa está en realidad posando y haciendo un paripé para la fotografía. Algo me dice, sin embargo, que en el mundo en el que se mueve Juan Carlos esa miseria es lo habitual. Tanto su actitud depredadora con las mujeres como la evidente falsedad de los momentos en los que expone ante el público su matrimonio y sus afectos demuestran que lo de fingir y usarse mutuamente es algo frecuente en los ambientes en los que él se mueve. Un hombre que creció arropado por el dictador que pretendía usarlo para quitarle los derechos dinásticos a su propio padre debe tener la piel muy curtida en temas de cariño y falsedades.

Así que las fotos que conocemos por ahora no presentan al emérito en el siempre embarazoso y humillante momento del sexo, sino simplemente en un momento de cariño como el que cualquiera de nosotros puede tener en sus álbumes familiares de fotos. En su caso, sin embargo, hay algo de obsceno y cutre. Ese señor embobado con el generoso escote de la artista y en unos gestos tan vulgares y chabacanos no casa con la imagen de elegancia, dignidad e inteligencia que intentan vender del monarca.

Seguramente pocos de nosotros resistiríamos un examen de ese tipo de nuestra intimidad, pero nosotros, el resto de la ciudadanía, no somos el rey. Por tanto, el aparato del Estado y sus montones de mediocres aduladores no nos presentan en público como ejemplo de elegancia, habilidades sociales y distinción.

Sin embargo, más allá de la poca clase del personaje y del rechazo que puede causarnos el visualizar su triste vulgaridad, la publicación de estas fotos nos pone esencialmente ante el espejo de una sociedad incapaz de ejercer el necesario control democrático sobre nuestras más altas magistraturas.

Las fotos han sido publicadas en los Países Bajos. El hijo de la vedette, que las tomó y las guardaba, las ha publicado allí (da igual si lo ha hecho por dinero, por venganza o por el motivo que sea) quizá porque lo intentó con algún medio de comunicación español y no tuvo éxito. Nuestros medios “tradicionales” de comunicación, que se llenan la boca con su papel de cuarto poder y perros guardianes de la democracia aparecen como inofensivos perritos falderos cuando se enfrentan a la monarquía. Son incapaces de someter al jefe del Estado al más mínimo escrutinio público. En este caso se trata de unas fotos con evidente valor informativo, pero privadas. Demuestran que las historias sobre Bárbara Rey tienen una base real y vuelven a sacar la cuestión del uso de recursos públicos para amenazar, comprar y silenciar a las amantes del monarca. En una democracia sana serían un caramelito para cualquier medio.

Que las fotos del rey babeando con una de tantas “amigas” hayan tenido que ser publicadas en Holanda es un síntoma de la poca salud democrática de nuestros grandes medios y del poder que mantiene la Casa Real. Un poder que usa, además, con poca inteligencia. 

La legitimidad del rey actual se vería reforzada si los excesos de su padre fueran debidamente investigados y castigados. Si los delitos de Juan Carlos y quienes lo encubren fueran juzgados, la monarquía resultaría más creíble como institución democrática. En cambio, al permitir que su comisiones millonarias, sus robos y sus amenazas a examantes queden impunes y ocultas a la opinión pública se corre el riesgo de dar a entender que Felipe VI mantiene las mismas costumbres. 

Y si es legítimo que se acueste con quien quiera, no lo es que utilice los recursos del Estado para esconderlo. Mucho menos que nos robe a todos a manos llenas. Vista la estrategia de ocultación, sólo podemos deducir que no sabemos si está pasando de nuevo. Así que la publicación de estas fotos de hace treinta años cobra actualidad con un país y una monarquía que se comportan como si no fuéramos una democracia.