Los medios de comunicación, ayudados por las nuevas tecnologías, nos regalan cada día una muestra de horror recién producido, una macabra primera extracción en frío de lo humano deshumanizado, desmembrado, desarticulado, desvitalizado e inerte. Imágenes de cadáveres de adultos y niños, pura carne, puro cuerpo, aparecen en los telediarios, los periódicos o las redes sociales mientras realizamos nuestras actividades cotidianas. En cualquier momento del día nos acecha la desagradable o macabra sorpresa de un cuerpo ensangrentado, mutilado, muerto, un rostro asustado, alterado, desencajado por el sufrimiento o la angustia.
En los últimos días, tras el comienzo de la ofensiva militar israelí en Gaza, la información y la visión de escenas horribles está presente de forma casi continua en nuestras vidas. Las imágenes impactan y perturban nuestra tranquilidad, ya que son imágenes de muerte incompatibles con nuestras actividades de vida.
Pero si esas imágenes solo nos produjeran rechazo y asco podríamos fácilmente anular su efecto desconectando el medio que nos las ofrece y continuar tranquilamente nuestro ritmo. La realidad no es esa. El otro que vemos en las imágenes (de Gaza, de Siria, de Irak o de cualquier otro lugar del mundo) es un ser humano, un semejante, alguien como yo que tiene mi misma forma física, mis mismos órganos, que derrama su sangre de la misma forma que yo, al que supongo los mismos miedos, los mismos deseos, los mismos vínculos, los mismos afectos. Por ello, su imagen me produce más que horror y desagrado, resuena en mí, me hace compartir su estado, identificarme con él. Su dolor es en parte, mi dolor, su miedo, mi miedo, su rabia, mi rabia. Por ello, no es fácil librarse del impacto de la visión de violencia contra personas. Podemos decir que una vez visualizadas, las imágenes afectan siempre.
Las imágenes de violencia en Gaza nos informan, nos revelan la situación política de la zona. Pero también nos hacen participar de la experiencia de sus habitantes. Ellos cobran presencia real en nuestro sistema cognitivo. Su aparición dolorosa, degradada, angustiada, portadora de las más variadas formas de sufrimiento, nos cuestiona las condiciones de su existencia. Las imágenes se convierten en testigos inapelables de una situación psicológica, profunda e íntima, un panorama de sentimientos y actitudes que se derivan de una situación injusta. Son una huella, una prueba, de la experiencia de los otros que nos ayudan a comprender y compartir sus emociones, a la vez que nos ayudan a reconocer las nuestras.
Esas imágenes nos hacen partícipes de la experiencia de los otros por identificación. El sufrimiento visto resuena en nosotros, convoca lo que hay de similar entre espectador y víctima y despierta las emociones correspondientes. De algún modo, la violencia contra ellos me daña a mí. La transición del dolor de los demás al mío es el camino que conduce a las actitudes éticas. Produce una primera actitud, muy básica: rechazo, condena, no aceptación de un sufrimiento inmerecido, un sufrimiento no deseable para ningún ser humano. El innegable testimonio que nos ofrecen las imágenes nos impele a preocuparnos por ellos, nuestros hermanos, los miembros de nuestra especie. Estén donde estén. Suscitan el deseo de paliar su dolor o malestar. En definitiva, suscitan la responsabilidad ética por todos ellos.
Pero, además, sabemos que su estado degradado y doliente ha sido causado por otros seres humanos. Y podemos plantearnos, ¿qué derecho tienen esos otros de hacerme sufrir a mí por la identificación con mi hermano? ¿Qué razones justifican su sufrimiento y mi sufrimiento por él? Esta es la otra vertiente de la dimensión ética que da color a todos las emociones ante las imágenes de violencia contra los seres humanos: suscitan la preocupación por la justicia, por la justicia en todas partes, la justicia en todas las condiciones y lugares, la justicia global
Así pues, todas las imágenes, por muy horribles que sean, tienen una importante función política. Y cuanto más gráficas sean, mejor cumplirán su función, más eficaces serán. ¿Eficaces para qué? Para facilitar la empatía por las víctimas, para plantear la pregunta sobre los agresores y las razones de la violencia y sus causas y también para movilizar el debate social sobre las maneras posibles de evitar esos daños.
Habrá quien diga que esas imágenes son morbosas, habrá quien dice que es mejor que no las emitan los medios; que no presenten cuerpos demasiado sufrientes, destrozados o desmembrados, cuerpos inquietantes. No estoy de acuerdo. La imagen conmueve mucho y tiene el poder de despertar reacciones inmediatas precisamente por su capacidad de hacer de espejo del espectador, por su capacidad de ponerle imaginariamente en la situación del sufriente, de reflejarse en él.
Habrá quien siga diciendo que, aunque haya derecho a emitirlas, es mejor no verlas. Tampoco estoy de acuerdo. El espectador tiene derecho a defenderse del dolor pero no tiene derecho a dejar de saber, no puede esconderse en evitar el sufrimiento para desconocer la verdad de los otros. No puede decir que no lo ha visto para evitar el juicio moral y la actitud que debe suscitar estas imágenes. Nada me parece más hipócrita que no querer saber del sufrimiento, ya que eso se traduce en falta de implicación moral.
El dolor que se puede sentir con la representación de la violencia grave de un ser humano contra otro es muy intenso, pero no se puede ni se debe evitar. No se puede consolar antes de mostrar el horror, no se puede impedir verlo, sino, por el contrario, promocionar su conocimiento.
Se puede avisar de la crudeza de las imágenes, se puede alertar a los espectadores para que ellos decidan si quieren o no ser impactados, pero siempre desde la intención de proporcionar el mayor detalle de todo lo importante. Suprimir, atenuar o minimizar las imágenes (aunque sea para proteger al espectador) a quien protege en realidad es a los agresores, a los que causan los daños
No hay que tener miedo al supuesto morbo de los espectadores. La visión de violencia por morbo es más un mito que una realidad. La violencia interesa sobre todo por ser la expresión más clara de un conflicto, de una disfunción, de un problema. Pero nadie que no tenga unas serias deficiencias psicológicas es indiferente y, mucho menos, disfruta de las imágenes de un ser humano sufriente. Por el contrario, sí puede haber actitudes de negación, escondidas tras una supuesta necesidad de protección de las emociones, que eviten el conocimiento de los hechos dolorosos y, con ello, el establecimiento de empatía, de identificación con las víctimas y de culpabilidad hacia los agresores. Eso sí sería realmente peligroso.
Por lo tanto, bienvenidas sean las imágenes horribles aunque duelan o, precisamente, porque duelen. A los periodistas que son testigos directos y captan las imágenes les cuesta un gran malestar obtenerlas, a veces un choque traumático. Es una razón más para que los medios de comunicación no las hurten a los espectadores. Emitidlas siempre que podáis. No las evitéis, no las embellezcáis, no os contentéis con las luces de los bombardeos, con el humo y el resplandor de las explosiones. Mostrad cuando sea necesario a las personas dañadas, incluso deterioradas o desmembradas. Presentad de la forma más gráfica posible sus sentimientos y sus sufrimientos. No las ridiculicéis, no las trivialicéis. Mostrarlos en toda su crudeza y también en su contexto. Plantead o sugerid siempre las preguntas: ¿Quién es responsable del sufrimiento? ¿Cuáles son sus razones? ¿Cómo podemos evitarlo? Invitad a reflexionar sobre los sentimientos íntimos de los seres humanos, aunque sean seres distantes. Precisamente la distancia psicológica se reduce con el conocimiento de lo que es nos es común. Y lo que más iguales nos hace con los seres distantes es precisamente el sentimiento de empatía y compasión, el rechazo ante el dolor físico y la humillación psicológica de cualquier miembro de nuestra especie.