“Hacemos basura porque nos piden basura”

21 de junio de 2021 22:37 h

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En la última semana tres personas han sido víctimas de ataques racistas en España. Una de ellas, Younes Bilal, murió en Mazarrón por las heridas recibidas a manos de un exmilitar que le disparó tres tiros a quemarropa al grito de ‘moro de mierda’. A su funeral no asistió ninguna representación institucional, salvo la cónsul marroquí de la región. Las muestras de condena han destacado por su timidez y demasiados cargos públicos provinciales han mirado hacia otro lado, evitando advertir contra el racismo y la violencia a la que incitan los discursos de odio o restando importancia a lo ocurrido.

Horas después del asesinato de Younes un trabajador marroquí era agredido en Moguer (Huelva), por un empresario de la fresa al que acababa de pedir que le pagara una deuda por 51 días de trabajo. Recibió patadas y golpes con un azadón. Dos días más tarde una mujer migrante fue apuñalada en una cola de alimentos en Cartagena, al grito de 'sudaca, nos quitan la comida!'. Los argumentos que fomentan el rechazo del penúltimo contra el último calan, más aún cuando no hay ni discursos ni políticas contundentes que los combatan con claridad y pedagogía diariamente.

En toda Europa crece la criminalización de la población migrante y la vulneración del derecho al asilo. Todas las miradas señalan como responsable a Vox y a otras formaciones de extrema derecha de nuestro continente. Pero Vox no existiría sin un caladero de fondo estructural que lleva décadas -por no decir siglos- legitimando el racismo. Antes de Vox ya había leyes y políticas institucionalizadas que permiten la desprotección de refugiados potenciales y la estigmatización de las personas migrantes, transmitiendo la idea de que no hay suficiente para todos y legitimando la creencia de que no todo el mundo puede tener derechos.

La elevación de muros, la instalación de concertinas, la imposición de rutas cada vez más peligrosas en el Mediterráneo, la creación de campos de refugiados, la externalización de fronteras para que la gente muera lejos de nuestro territorio y de nuestras conciencias, contribuyen a transmitir la idea de que “los de fuera” son peligros potenciales, amenazas a nuestro bienestar.

Estas políticas proceden en muchos casos de gobiernos que no están integrados por partidos de la extrema derecha pero que sin embargo asumen con sus medidas parte de los postulados que esta esgrime en lo referido a la población migrante. Si desde la oficialidad se desprecia a las personas sin papeles, si se les niega derechos, si se realizan devoluciones en caliente, si se les aplica la máxima explotación laboral, si se las encierra en centros de internamiento para extranjeros, ¿por qué va a pensar la gente que merecen un trato digno?

Los discursos de odio llevan tiempo normalizados en algunos platós de televisión y demasiados actores públicos evitan enfrentarlos, por temor a perder popularidad. Consideran que es más sencillo guardar silencio y actuar a golpe de sondeo y de hashtag. Este tipo de político se reduce así a mero transmisor de presuntas voluntades populares dictadas no a través del voto, sino de la tertulia mediática o de una interpretación arbitraria del clima social.

Es la política desprovista de toda valentía y responsabilidad social, la disposición de rebajar el nivel hasta la estupidez si hace falta con tal de conseguir votos a través de la vía aparentemente mas fácil y sin duda más dañina para el conjunto de un país. Su argumentario y su modus operandi es similar a ese periodismo e infoentretenimiento que se escudan en el público para justificar sus contenidos-basura. Es esa escuela que dice “hacemos mierda porque nos piden mierda”, toda una falacia sostenida por los entusiastas de la ley del mínimo esfuerzo y los inconscientes de la banalidad del mal.

El periodismo tiene la tarea de ofrecer información de calidad, con una mínima idea de ética, para evitar enfoques de odio, para escarbar en aquello que nos explica y atraviesa, para atreverse a apostar por temas esenciales. Del mismo modo la política debe servir para fomentar una educación de respeto que ponga en valor lo más elevado que ha alcanzado nuestra civilización: los derechos humanos.

Más les vale a los gobiernos europeos ponerse las pilas con políticas antirracistas si realmente desean dejar sociedades más sanas y futuros más prometedores para la juventud. Eso pasa por asumir discursos pedagógicos, por impulsar programas educativos transversales en colegios e institutos, por tratar el racismo como un problema de Estado y por condenar claramente, sin miedo, todas y cada una de las agresiones racistas que se registran. Eso pasa también por políticas no discriminatorias, capaces de defender los derechos de todas las personas que habitan un territorio, dispuestas a renunciar a la exclusión y la estigmatización de los otros, porque los otros también somos nosotros.